El plan de Trump y Netanyahu no es un plan de paz: es un manual colonial para convertir la Franja en un solar de especulación, administrado por un consejo de negocios presidido por Donald Trump. Una caricatura de paz que revela su verdadero rostro. No surge de un diálogo entre las partes, sino de una imposición disfrazada de generosidad. No se ha consultado ni a un solo actor palestino; ni siquiera Naciones Unidas ha sido convocada como árbitro. “O aceptáis o Israel acabará el trabajo”, dice Trump. Es decir: “O aceptáis el apartheid, la ocupación y la sumisión, o los que quedéis vivos seréis también exterminados”. Esa coacción no es negociación: es ultimátum.
Trump dicta las condiciones y relega a Palestina a la categoría de objeto pasivo, a un protectorado tutelado desde Washington. Eso niega el principio más elemental del derecho internacional: que todo pueblo tiene derecho a decidir su destino. Es también el desmontaje deliberado del orden internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial —fundado en la legalidad, los derechos humanos y la prohibición de la guerra de aY lo más grave: ni siquiera se va a cumplir en su totalidad. Es un déjà vu del acuerdo de Oslo de 1992: promesas huecas que encubren una estrategia de paréntesis. Israel siempre pausa la violencia para recomponer fuerzas, recuperar legitimidad internacional y, tiempo después, reanudar su proyecto colonial. Lo hemos visto durante el genocidio: anuncios de alto el fuego que fueron meras coartadas; treguas que nunca fueron verdaderas. Israel repite siempre el mismo guion: acelera la violencia, se detiene para blanquearse y, al cabo de un tiempo, vuelve a acelerar. La prueba está en que, el mismo día siguiente, Netanyahu ya se desmarcó de los puntos centrales: declaró que nunca aceptaria un Estado palestino y que el ejército israelí seguirá ocupando Gaza. La farsa quedó al desnudo en menos de 24 horas.
El plan disocia a Gaza del resto de Palestina. Al no incluir ni Jerusalén Este ni Cisjordania en su trazado efectivo, la propuesta atomiza el futuro palestino y aísla la Franja, transformándola en una entidad administrable —y por tanto apropiable— por vías económicas y políticas. Separar territorios equivale a liquidar la idea de una solución integral basada en derechos y en la autodeterminación. El documento excluye a los actores palestinos, deja al margen a organismos multilaterales y propone fórmulas de administración externa que sustituyen la soberanía por una gestión tutelada como la de un protectorado. Esa externalización del poder no es un mecanismo de paz; es un mecanismo de control.
En los detalles prácticos asoman las prioridades reales: el plan condiciona la entrada de ayuda a la entrega de rehenes y al desarme; exige la rendición de Hamás como prerrequisito para cualquier alivio y plantea intercambios que dejan fuera a miles de presos palestinos —los hombres, las mujeres y los menores de Jerusalén Este y Cisjordania, a quienes no menciona—. Hay más de once mil presos en cárceles israelíes, y más de 3.500 están en detención administrativa sin cargos ni juicio. Condicionar la ayuda a cesiones unilaterales es, en la práctica, una extensión del bloqueo mediante la coacción humanitaria.
La reconstrucción, según el plan, queda sujeta a la llegada de inversores, a la creación de zonas económicas especiales y a un circuito financiero gestionado por intereses privados y por los mismos arquitectos del proyecto. Ese modelo convierte la recuperación en oportunidad de negocio: no se trata de rehabilitar, sino de abrir un mercado sobre las ruinas. Lo que se dibuja no es la reconstrucción digna de Gaza, sino su conversión en un “Dubai del desierto”: torres de lujo y resorts levantados sobre las cenizas de barrios borrados; mano de obra local reducida a sueldos mínimos para sostener un parque temático para inversores. Smotrich lo dijo
El plan de Trump y Netanyahu no es un plan de paz: es un manual colonial para convertir la Franja en un solar de especulación, administrado por un consejo de negocios presidido por Donald Trump. Una caricatura de paz que revela su verdadero rostro. No surge de un diálogo entre las partes, sino de una imposición disfrazada de generosidad. No se ha consultado ni a un solo actor palestino; ni siquiera Naciones Unidas ha sido convocada como árbitro. “O aceptáis o Israel acabará el trabajo”, dice Trump. Es decir: “O aceptáis el apartheid, la ocupación y la sumisión, o los que quedéis vivos seréis también exterminados”. Esa coacción no es negociación: es ultimátum.
Trump dicta las condiciones y relega a Palestina a la categoría de objeto pasivo, a un protectorado tutelado desde Washington. Eso niega el principio más elemental del derecho internacional: que todo pueblo tiene derecho a decidir su destino. Es también el desmontaje deliberado del orden internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial —fundado en la legalidad, los derechos humanos y la prohibición de la guerra de agresión—.
Y lo más grave: ni siquiera se va a cumplir en su totalidad. Es un déjà vu del acuerdo de Oslo de 1992: promesas huecas que encubren una estrategia de paréntesis. Israel siempre pausa la violencia para recomponer fuerzas, recuperar legitimidad internacional y, tiempo después, reanudar su proyecto colonial. Lo hemos visto durante el genocidio: anuncios de alto el fuego que fueron meras coartadas; treguas que nunca fueron verdaderas. Israel repite siempre el mismo guion: acelera la violencia, se detiene para blanquearse y, al cabo de un tiempo, vuelve a acelerar. La prueba está en que, el mismo día siguiente, Netanyahu ya se desmarcó de los puntos centrales: declaró que nunca aceptaria un Estado palestino y que el ejército israelí seguirá ocupando Gaza. La farsa quedó al desnudo en menos de 24 horas.
El plan disocia a Gaza del resto de Palestina. Al no incluir ni Jerusalén Este ni Cisjordania en su trazado efectivo, la propuesta atomiza el futuro palestino y aísla la Franja, transformándola en una entidad administrable —y por tanto apropiable— por vías económicas y políticas. Separar territorios equivale a liquidar la idea de una solución integral basada en derechos y en la autodeterminación. El documento excluye a los actores palestinos, deja al margen a organismos multilaterales y propone fórmulas de administración externa que sustituyen la soberanía por una gestión tutelada como la de un protectorado. Esa externalización del poder no es un mecanismo de paz; es un mecanismo de control.
En los detalles prácticos asoman las prioridades reales: el plan condiciona la entrada de ayuda a la entrega de rehenes y al desarme; exige la rendición de Hamás como prerrequisito para cualquier alivio y plantea intercambios que dejan fuera a miles de presos palestinos —los hombres, las mujeres y los menores de Jerusalén Este y Cisjordania, a quienes no menciona—. Hay más de once mil presos en cárceles israelíes, y más de 3.500 están en detención administrativa sin cargos ni juicio. Condicionar la ayuda a cesiones unilaterales es, en la práctica, una extensión del bloqueo mediante la coacción humanitaria.
La reconstrucción, según el plan, queda sujeta a la llegada de inversores, a la creación de zonas económicas especiales y a un circuito financiero gestionado por intereses privados y por los mismos arquitectos del proyecto. Ese modelo convierte la recuperación en oportunidad de negocio: no se trata de rehabilitar, sino de abrir un mercado sobre las ruinas. Lo que se dibuja no es la reconstrucción digna de Gaza, sino su conversión en un “Dubai del desierto”: torres de lujo y resorts levantados sobre las cenizas de barrios borrados; mano de obra local reducida a sueldos mínimos para sostener un parque temático para inversores. Smotrich lo dijo sin pudor: “Gaza es una mina de oro” para los negocios inmobiliarios. Trump, en un vídeo grotesco, llegó a escenificar la idea de Gaza convertida en un resort de lujo con estatuas doradas en su honor.
Y no es solo una fantasía ideológica: la propia familia Trump —específicamente su yerno Jared Kushner— tiene una trayectoria consolidada en el negocio inmobiliario. Gran parte de la fortuna de Kushner proviene de la empresa familiar Kushner Companies, dedicada al desarrollo de bienes raíces —apartamentos, oficinas, espacios comerciales y hoteles— en Nueva York y otras áreas. Además, Kushner fundó Affinity Partners, un fondo de inversión privada que ha atraído capital del Golfo y ha sido señalado como clave para conectar dinero externo con proyectos de infraestructura y bienes raíces en Oriente Medio. En su momento, incluso duplicó participaciones en empresas financieras israelíes vinculadas a asentamientos, anticipando las oportunidades que podría generar la expansión territorial. Esa conexión directa entre los intereses comerciales de la familia Trump y los megaproyectos urbanísticos propuestos para Gaza refuerza la idea de que lo que se llama “reconstrucción” es, en realidad, neoliberalismo inmobiliario con sello familiar.Trump, en un vídeo grotesco, llegó a escenificar la idea de agresión—.
El objetivo nunca fue derrotar a Hamás: ese es el pretexto. La intención real es borrar Gaza del mapa político y reducir a sus supervivientes a mano de obra barata, a población desposeída a merced de fondos y promotores. No olvidemos que detrás de todo exterminio siempre hay también un negocio: el nazismo fue además expolio y cálculo económico —expolio de viviendas y obras, explotación laboral, empresas que se enriquecieron con la guerra y la muerte—. El genocidio convertido en industria. Hoy, en Gaza, el guion se repite: primero el apartheid, la limpieza étnica, la masacre; después, la demolición y la especulación. Así, el genocidio se disfraza de proyecto urbanístico y la ocupación se disfraza de “paz duradera”.
El papel de figuras como Tony Blair no es anecdótico. Blair encarna el arquetipo del colonialismo inglés: promotor de invasiones, asesor de intereses occidentales en la región y ahora presentado como gestor económico de la “reconstrucción”. Que un expresidente vinculado a decisiones intervencionistas y a negocios políticos figure como gestor de Gaza es una provocación moral y una muestra de la vocación neo-colonial del proyecto.
Las implicaciones jurídicas y morales son obvias. No hay rendición de cuentas ni mecanismos claros de reparación para las víctimas; las obligaciones internacionales quedan supeditadas a pactos políticos que pueden eludirse con facilidad. Así, la propuesta actúa como dispositivo de impunidad: blanquea el daño y posterga cualquier posibilidad real de justicia. Cualquier plan legítimo ha de nacer de Naciones Unidas y pasar por el cumplimiento estricto de las resoluciones de los tribunales internacionales. Eso incluye, de entrada, ejecutar la orden de detención que pesa contra quien acumula responsabilidad por crímenes internacionales. Todo lo demás es un plan de impunidad para el genocidio más atroz de este siglo.
El plan plantea, además, la creación de una “Fuerza Internacional” para garantizar la seguridad interna mientras el Ejército israelí permanece en la Franja y solo se retiraría cuando esas fuerzas externas —creadas y supervisadas por socios de Washington— alcancen “control y estabilidad”. Es, en los hechos, una ocupación transitoria con posibilidad de prolongarse sine die. La historia demuestra que Israel no renuncia al control militar y que la excusa de la seguridad ha servido para desarrollar un sistema de segregación racial y anexión progresiva.
Frente a esta dinámica, la comunidad internacional y las sociedades civiles tienen deberes concretos: exigir la investigación efectiva de crímenes, sanciones dirigidas, control del tráfico de armas y el uso de los instrumentos multilaterales —incluida la Asamblea General mediante mecanismos excepcionales— cuando el Consejo de Seguridad está bloqueado. No es tiempo de gestores unilaterales que administren territorios; es tiempo de aplicar la ley y de garantizar que la reconstrucción no sea sinónimo de recolonización.
No hay paz en la sumisión. No habrá paz digna mientras Gaza sea tratada como un solar a repartir entre colonizadores. La única paz posible es la que reconozca a Palestina como sujeto de derechos: reconocimiento del Estado, cumplimiento efectivo de las resoluciones de la ONU y de los tribunales internacionales, y reparación real para las víctimas. Rechazar la mercancía de la “reconstrucción” hecha a medida de inversores es un deber político y ético.
Como escribió Camus, frente a la injusticia no hay neutralidad moral posible. Nombrar las cosas por su nombre —genocidio, limpieza étnica, apartheid— es el primer paso. El segundo es la acción: presionar a gobiernos, imponer sanciones dirigidas, demandar rendición de cuentas y apoyar la capacidad de la sociedad civil palestina para decidir su propio futuro. Si no reconquistamos el sentido del derecho y de la dignidad, la “reconstrucción” no será más que la nueva cara del expolio.