
Por Jonathan Martínez Periodista
La RAE no termina de despejar nuestras dudas. Dice su diccionario que el terrorismo es una forma particular de violencia, un desorden criminal de bandas organizadas que atizan la alarma social con pretensiones políticas. Definir palabras con palabras tiene sus límites. De hecho, la definición académica del terrorismo es tan flexible que sirve lo mismo para un roto que para un descosido. El Código Penal español incurre en igual pecado. Es por eso que en España, la lucha antiterrorista se ha ocupado lo mismo de la voladura de un tren en Atocha que de un chiste sobre Carrero Blanco.
La BBC es consciente de estas ambigüedades y desaconseja el uso indiscriminado del término "terrorismo" para no comprometer la imparcialidad de sus informaciones. En sus libros de estilo, la cadena pública explica que la palabra "terrorista" puede ser más un obstáculo que una ayuda para la comprensión. La profesora Lisa Stampnitzky defiende una tesis análoga en su libro Disciplinando el terror: cómo los expertos inventaron el "terrorismo". En la práctica, dice Stampnitzky, la etiqueta "terrorismo" nunca es consecuencia de un juicio inmutable y objetivo, sino de un propósito moral y político.He echado de menos la palabra "terrorismo" en estos días. Es curioso que un comodín siempre tan socorrido haya desaparecido del debate público justo cuando el terror se adueña de Torre Pacheco. Hasta donde alcanzan mis oídos, solo Podemos y Más Madrid han empleado el calificativo de "terrorismo racista". La denuncia se ha escuchado como un eco en algún plató de televisión. Si el Gobierno español se hubiera tomado con esa seriedad los incidentes, las fuerzas policiales habrían invadido la localidad murciana sin tantos titubeos. Lo sé porque lo hemos visto en otras ocasiones. Esta vez, en cambio, las grabaciones demuestran un despliegue casi de atrezo.
En uno de los vídeos que han girado por las redes, un coche patrulla de la Guardia Civil retrocede justo cuando una horda de energúmenos armados asalta un establecimiento de kebabs. Las comparaciones son odiosas, pero algo nos remite, por contraste, a otros vídeos nocturnos. Era 15 de octubre de 2016; los rumores hablaban de una refriega en Altsasu y un largo convoy de vehículos policiales tardó apenas unos minutos en tomar el municipio. La Benemérita y la Fiscalía se apresuraron a investigar el episodio como un acto de "terrorismo". Hoy la AUGC, que fue tajante en Altsasu, evita las interpretaciones políticas. "No es un problema ideológico, es una cuestión de seguridad".
En junio de 2018, la Audiencia Nacional depuso las acusaciones de terrorismo que pesaban sobre Altsasu. Pero ya era tarde. Los muchachos estaban sentados frente a un tribunal de excepción en lugar de haber afrontado un proceso regular en la Audiencia Provincial de Navarra. El esquema se repitió con escasa variación en Catalunya. En 2018, la Guardia Civil armó una redada antiterrorista contra los CDR y arrestó a Tamara Carrasco. Una semana después, el juez Diego de Egea desoyó a la Fiscalía y descartó las acusaciones de terrorismo. Para entonces, la prensa patriótica ya había cumplido con éxito sus labores demonizadoras.
El otro día, la Guardia Civil arrestó en Mataró a uno de los hombres que aparentemente promovieron desde Telegram las cacerías en Torre Pacheco. Le atribuyen "incitación al odio" en una causa activada por el Juzgado de Instrucción de San Javier. Nada de tribunales de excepción. Nada de acusaciones terroristas. El tipo había participado antes en una protesta racista promovida por Vox en Barcelona y se había dejado ver con un concejal de la formación. Por otra parte, la Fiscalía de Murcia investigará al presidente de Vox en la región para establecer si ha incurrido en un delito de odio con sus declaraciones xenófobas.
Los activistas climáticos, por traer un ejemplo fresco, deben de estar alucinando con las nuevas varas de medir. Y es que en 2023, la Fiscalía General del Estado incluyó bajo el epígrafe de "terrorismo" la desobediencia civil de colectivos como Futuro Vegetal o Extinction Rebellion. El año anterior, la Brigada Antiterrorista había arrestado a catorce militantes ecologistas que arrojaron pintura lavable en las escalinatas del Congreso. Eran tan terroristas como los tuiteros de la Operación Araña. Como los artistas de TíteresDesdeAbajo. Como los libertarios de la OperaciónPandora, de Piñata o deIce. Como Pablo Hásel, Valtònyc, CésarStrawberry o los raperos de La Insurgencia.
Para que aparezca el rótulo de terrorista en España, hace falta acompañarlo de los apellidos clásicos: comunista, anarquista, ecologista o independentista. Los matones de la ultraderecha, en cambio, suelen terminar exonerados con eufemismos o imputaciones de menor grado. ¿Será que los nazis de machete campero y puño americano no son más que chavales de buena fe, jóvenes de sangre caliente, alevines de pulsiones juguetonas? Incluso Manuel Murillo, el francotirador que quería matar a Pedro Sánchez, esquivó un juicio por terrorismo porque la Fiscalía de la Audiencia Nacional no apreció intenciones desestabilizadoras.
Ojalá el manual de estilo de la BBC hubiera servido de guía en el debate público español. Ojalá Aznar no hubiera deturpado el Código Penal para extender el delito de terrorismo a los mensajes políticos o a las protestas urbanas. Ojalá Rajoy y Sánchez no hubieran aprovechado el atentado contra Charlie Hebdo para expandir el concepto de terrorismo hasta límites que inquietaron al relator especial de las Naciones Unidas. Pero ya es tarde. Puestos a abusar del diccionario, es razonable que la derecha montaraz y sus cachorros sean correspondidos con los mismos apelativos que prodigan contra sus adversarios. ¿Qué es terrorismo? ¿Y tú me lo preguntas?