El revisionismo es la segunda oportunidad de la Historia. No porque cambie nada del pasado pero altera la historiografía, o sea, cómo se contó esa Historia. Por eso quienes la relataron, desde una atalaya significativa, suelen rechazar que vengamos los vencidos, los ridiculizados, los condenados, a completar la información con todos aquellos datos y vivencias que ellos se encargaron de omitir u ocultar. Pero cuando el revisionismo se adultera, cuando no se busca completar la verdad con el paso del tiempo y se permite que las filias o fobias del que relata -incluso la ideología, en términos políticos- interfieran en esa labor, se corre el riesgo de acabar contribuyendo al negacionismo.
El tamarismo vuelve a estar de moda incluso entre aquellos que debían tener diez años cuando la de Santurtzi se peleaba en el plató de Crónicas Marcianas. Todo gracias a que Nacho Vigalondo ha creado Superestar, una serie que, según la propia Yurena, es un disparate pero logra que, por primera vez en el relato, ella no se sienta atacada. Eso ya es justicia histórica. Celebro las trazas de revisionismo con las que coquetea la serie, que vuelve a colocar a la sociedad española ante su propia mezquindad, pero me escama la moda reciente de encumbrar como santas, iconos y referentes a todas esas celebridades que nos gustan. Como si necesitásemos un estatus que justifique nuestro interés. Yo no lo necesito. Pero hay un revisionismo que sí lo busca y dudo de que el efecto no acabe siendo la negación de la evidencia.
Eso se percibe especialmente en Sigo siendo la misma, el documental que acompaña a la ficción, porque ahora las plataformas disfrutan con el pack, como si fueran champú y acondicionador, unidos por un celofán. Creo que solo hay un testimonio, el de Mariola Cubells, que reconoce que no había talento artístico. Hay incluso alguien que apunta que España "entendió la propuesta artística" de ese grupo de buscavidas, que formaban Paco Porras, Tony Genil, Loly Álvarez y Arlequín, actuando como si fueran el reflejo en el que se miraban Max Estrella y Don Latino en Luces de Bohemia, de Valle Inclán. Ojalá, en aquel momento, España hubiese llegado a ese nivel de análisis que el revisionismo ahora quiere adjudicarle. Porque eso significaría que España se estaba riendo de sí misma. Pero España es especialista en reírse de los demás.
España, en los años noventa, estaba en las antípodas de todo eso. Tendemos a intelectualizar los fenómenos sociológicos para darles un empaque académico que ya tendrían simplemente por el hecho de haber sido fenómenos. Lo único que diferencia al tamarismo del impacto que tuvo Rodolfo Chikilicuatre, los concursantes de la primera edición de Gran Hermano o los personajes de Callejeros, es que todo lo que rodeó a ese clan se sostuvo durante más tiempo del que se esperaba. Pero quien logra eso es Crónicas Marcianas, un programa que revolucionó la televisión humillando y ridiculizando a seres humanos a cambio de dinero. La situación no dista mucho de esas personas con acondroplasia a las que no les importa que Lamine Yamal las contrate como camareros de su cumpleaños para que lleven colgado el cartel de mini bar. Disocian humillación del derecho legítimo al trabajo y a recibir una remuneración económica por ello. Todo el clan del tamarismo no estaba innovando la forma de hacer televisión. Estaban buscándose las habichuelas. Y aprovecharse de eso para hacer audiencia es miserable.
Que se nos olvida que ese programa tenía de colaborador a Javier Cárdenas, que se encargaba de colocar en un escaparate, para burla y escarnio popular, a personas como Carmen de Mairena, Manolito Reyes (Pozí) o Carlos Jesús. ¿Eso les dio popularidad y pudieron ganar mucho dinero? Sí, pero ¿era ético? ¿Hasta qué punto la persona que necesita dinero, o que le atrae la fama, debe aceptar la humillación a la que le somete la productora televisiva, que se enriquece aún más que ellos con las audiencias?
Temo cuando alguien afirma que no se está riendo "de", que se está riendo "con", porque el tiempo suele demostrarme que miente. La línea es tan fina, la mayoría de las veces transparente, que lo que uno cree que es "con" es "de". Y cuando eso sucede solo hay una víctima: la persona a la que se le hace creer algo que no es. "Es que ella quiere canciones a lo Whitney Houston y no entiende que lo suyo es otra cosa", me dijeron, en aquel momento, personas cercanas a la grabación del álbum Superestar.