
Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
Hace unos días, un conocido medio europeo dirigido a quienes moldean la política de Bruselas publicaba una columna que me dejó helada. En ella, el autor sostenía que los recientes ataques de Israel a Irán —ahora secundados por Estados Unidos— ofrecían a la Unión Europea una oportunidad geopolítica: la de alinearse con las fuerzas que podrían, según su argumento, tanto salvar la civilización occidental, como precipitar un cambio de régimen en Teherán. Esa apuesta, de acuerdo con muchos otros análisis, no solo respondería a los intereses estratégicos de Occidente, sino también a los anhelos de libertad del pueblo iraní.
Este tipo de razonamientos, lejos de ser marginales, forman parte de una gramática recurrente de las relaciones internacionales: la que reduce la autodeterminación de los pueblos a una variable de las estrategias de poder y la que presenta la violencia externa como una suerte de catalizador necesario para la emancipación interna. En el caso iraní, sin embargo, esa narrativa no solo es profundamente equivocada, sino también insultante. Porque si algo ha demostrado con contundencia una parte significativa de la sociedad iraní en los últimos años, es su capacidad de resistencia, su deseo de libertad y, sobre todo, su negativa a ser instrumentalizada por los mismos actores que sostienen regímenes autoritarios cuando les conviene.
Silencio, hipocresía y violencia: la otra cara del discurso de "liberación"
Hace unos días, escuchaba a un conocido iraní —no compartiré su nombre por razones obvias— explicar lo que están viviendo muchas personas en el país. Lo hacía con una lucidez y tristeza difíciles de olvidar. Decía que cada vez se sentían más como Alicia tras caer por el túnel: atrapados en un mundo invertido, absurdo, donde todo flotaba entre la amenaza constante de muerte y una niebla digital que impedía entender lo que realmente ocurría. Hablaba de los cortes de internet, del miedo a lo que podía pasar con cada nuevo ataque, de la sensación de aislamiento total. Y sobre todo, de la destrucción presente y potencial. Porque del otro lado del espejo, lo único que había eran escombros y cadáveres. Ningún "cambio de régimen" ninguna "liberación".
Este tipo de testimonio desmonta de raíz la narrativa deshumanizante que equipara geopolítica con ajedrez. No hay estrategia "elegante" que justifique el terror que se vive en carne propia. Y sin embargo, esa violencia no es nueva. Viene precedida por años de un castigo colectivo encubierto en el lenguaje tecnocrático de las "sanciones". Sanciones que, según sus defensores, apuntaban al aparato del régimen, pero que en realidad devastaron el acceso de millones de personas a medicamentos, tecnología básica, educación o comercio. ¿Cuántas veces hemos escuchado que "no había alternativa"? ¿Cuántas veces se ha borrado el sufrimiento cotidiano de una sociedad entera bajo la ilusión de que se le estaba haciendo un favor?
A eso se suma otra forma de violencia: el abandono discursivo. Cuando el movimiento Mujer, vida, libertad inundó las calles iraníes tras el asesinato de Mahsa Amini en 2022, una parte de las élites europeas y del feminismo institucional internacional se apresuró a declarar su solidaridad con las mujeres iraníes. Sin embargo, cuando comenzaron los ataques israelíes sobre territorio iraní, ese entusiasmo se evaporó con una rapidez sorprendente. La mayoría de quienes habían alzado la voz entonces, guardaron un silencio atronador ahora. ¿Acaso esas mujeres ya no merecen atención si mueren bajo bombas extranjeras en lugar de palos policiales? ¿Dónde están quienes decían defenderlas?
La instrumentalización de las luchas feministas y democráticas en contextos no occidentales para justificar agendas imperialistas es una de las formas más perversas del cinismo político contemporáneo. En lugar de apoyar procesos de emancipación real, se les usa como coartada para imponer más violencia, más control, más sufrimiento. Mientras tanto, quienes viven en esos territorios siguen siendo tratados como sujetos sin agencia: buenos o malos según convenga al relato del momento.
La violencia imperialista como promesa de liberación
No es la primera vez que se intenta vender la idea de que la intervención militar o la desestabilización externa pueden ser formas legítimas —e incluso deseables— de promover la democracia. Desde Irak hasta Libia, hemos visto los resultados desastrosos de esas políticas: decenas de miles de vidas perdidas, fragmentación territorial, colapso institucional y un legado de resentimiento profundo hacia quienes, bajo la bandera de la libertad, sembraron destrucción. Sugerir que la violencia aérea de Israel o Estados Unidos puede allanar el camino hacia una Irán democrática no solo ignora estas lecciones, sino que borra deliberadamente las especificidades del contexto iraní.
Ese contexto está marcado por una historia de injerencias extranjeras que la población no ha olvidado. Desde el golpe de Estado de 1953 orquestado por Reino Unido y Estados Unidos para derrocar al primer ministro Mohammad Mossadegh —elegido democráticamente y decidido a nacionalizar el petróleo— hasta las sanciones económicas que han devastado el día a día de millones, la memoria colectiva iraní está atravesada por un escepticismo profundamente arraigado hacia las promesas occidentales. Un escepticismo que se intensifica cuando quienes bombardean hoy son los mismos que mantienen una alianza militar, tecnológica y diplomática con Israel mientras este perpetra un genocidio en Gaza ante la mirada indignada de las sociedades europeas.
Un pueblo que no necesita salvadores
Quienes defienden la tesis del cambio de régimen desde fuera suelen insistir en que su objetivo no es el pueblo, sino las élites del poder. Pero esta es una distinción ilusoria cuando los medios son bombardeos, ciberataques o sanciones que paralizan el acceso a bienes esenciales, destruyen infraestructuras civiles o avivan tensiones internas. Más aún, es una lectura que niega lo más valioso que ha mostrado la sociedad iraní en los últimos años: su capacidad de actuar políticamente por sí misma.
Las movilizaciones lideradas por mujeres tras el asesinato de Amini no fueron solo una protesta puntual. Fueron un grito masivo de hartazgo contra la represión, pero también una afirmación colectiva de dignidad. A pesar de la brutal represión, decenas de miles de personas se lanzaron a las calles con una claridad política que descolocó tanto al régimen como a los observadores occidentales. No pedían que Occidente las liberara. Pedían que no interfiriera. Que no comerciara con su represión. Que no legitimara a sus verdugos con tratados económicos o acercamientos geopolíticos mientras recita discursos sobre derechos humanos.
Y, sobre todo, demostraron que el deseo de transformación en Irán no responde al guión binario que aún domina muchos análisis internacionales: esa visión en la que la sociedad estaría atrapada entre el autoritarismo islamista por un lado y un supuesto deseo de occidentalización por el otro. Lo que está en juego en Irán no es una vuelta nostálgica a la monarquía ni una adhesión acrítica a las democracias liberales, sino una apuesta por formas de vida que rompan con el control estatal del cuerpo, del género, de la voz, del deseo. Esa apuesta no puede imponerse desde fuera. Ni con misiles, ni con operaciones encubiertas, ni con cambios de régimen diseñados en oficinas lejanas.
¿De qué Irán estamos hablando?
Una última dimensión del problema reside en cómo seguimos pensando Irán desde categorías congeladas. Muchas veces, cuando se habla del país, se lo reduce a dos polos: el régimen islamista instaurado en 1979 y la oposición exiliada que clama por una vuelta a un pasado pre-revolucionario idealizado. Pero entre esas dos opciones existe un mundo entero: generaciones nacidas después de la revolución, marcadas por el desencanto, por la frustración, pero también por el ingenio, la cultura, el arte y un deseo de emancipación que no cabe en los moldes importados.
Pensar Irán en términos de "pro-régimen" o "anti-régimen" es una forma de negar su complejidad. De silenciar a quienes no quieren ni a los ayatolás ni a los reformistas que pactan con el sistema, pero tampoco a los nostálgicos del Sha o a los lobbies que sueñan con una transición made in Washington o Tel Aviv. Es una forma de seguir leyendo a Irán como un país sin agencia, sin subjetividad política, sin derecho a imaginar un futuro propio.
Lo que la UE debería hacer (y no hacer)
La pregunta clave, entonces, no es si la UE debería "aprovechar" esta crisis para empujar un cambio de régimen, sino si será capaz de dejar de actuar como una potencia colonial disfrazada de garante de valores, o como un convidado de piedra que avala las intervenciones de Tel Aviv y Washington. La respuesta pasa, entre otras cosas, por cesar cualquier apoyo directo o indirecto a agresiones militares que solo agravan los problemas. Por rechazar públicamente los bombardeos israelíes y estadounidenses como lo que son: actos de guerra que violan el derecho internacional. Por escuchar a la sociedad civil iraní en lugar de instrumentalizarla.
Y, sobre todo, pasa por revisar su propio rol en las estructuras que sostienen el autoritarismo en la región. Porque la represión no se sostiene solo desde Teherán, sino también desde las capitales que comercian con sistemas de vigilancia, con herramientas de censura, con armas de represión que luego se vuelven contra quienes luchan por sus derechos.
El pueblo iraní, como el palestino, no necesita más salvadores. Necesita menos verdugos.