
Profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la UCM.
Se cumplen en estos días ochenta años de la victoria contra el III Reich por parte del bando aliado. Ochenta años de la derrota del fascismo. Parece una fecha significativa a recordar en un momento en el que las placas tectónicas de la geopolítica global chocan entre sí, y cuando en el marco europeo se comienza a olvidar cuáles fueron las causas y las consecuencias y la reacción que se dio a lo largo y ancho de toda la geografía del continente europeo.
En estos mismos días también se conmemoran los 75 años de la Declaración Schuman (el 9 de mayo es el día de la Unión Europea). Una apuesta por parte de las elites políticas y económicas para avanzar en la reconstrucción de un continente en ruinas al tiempo que se apostaba por la construcción de una paz perpetua para evitar volver a repetir la historia. Y, efectivamente, durante estos ochenta años el objetivo se cumplió. Los países europeos han crecido económicamente y se ha construido un mercado único fuerte, y el liderazgo conjunto de Paris y Berlín ha evitado que volvieran a enfrentarse en el campo de batalla; hasta aquí todo según el plan original. A lo largo de estos años, además, se ha apostado por la defensa férrea de las democracias liberales y los valores y normas que deben regirlas, tal y como aparece en el art. 2 de los tratados comunitarios. HEl problema comienza a asomar cuando nos acercamos a ver el detalle de lo que a lo largo de la historia de una “Europa que se construye a través de las crisis” realmente se ha alcanzado. Porque una Europa que se construye a través de las crisis siempre actúa de manera reactiva y proactiva, es decir, no tiene una hoja de ruta de hacia dónde quiere avanzar, en qué condiciones y con que aliados lo quiere hacer.
De este modo, lo que se observa es un proyecto muy sólido en el objetivo la prosperidad y mucho menos sólido en cuestiones que tienen que ver con la equidad social. Parte del problema reside en dos puntos. El primero, las carencias democráticas de un sistema construido al margen de la voluntad popular y donde continúan siendo las elites políticas, económicas e intelectuales las que deciden el qué hacer, cuándo hacerlo y cómo hacerlo. El segundo, como consecuencia de la voluntad política de esas mismas elites políticas y económicas, que no quieren avanzar en un proceso de integración política que permitiera al proyecto europeo dar el salto hacia la construcción de una entidad que, además de tener capacidades regulatorias, también las tuviera redistributivas. La confluencia de ambos puntos ha evitado hasta la fecha la construcción de un verdadero demos europeo en el cuál se combatiera de manera coherente y no fragmentaria contra los procesos de desigualdad crecientes y en expansión por todo el continente.
Pero es que a lo anterior hay que sumar, además, un tema no menor y que ahonda en la propia naturaleza del proyecto europeo. Es la respuesta a la pregunta ¿qué quiere ser Europa? Y hay varias respuestas dando vueltas.
Una de ellas, las más pragmática, es la que limita el objetivo de la Unión Europea a la consolidación y defensa de un mercado único como principal objetivo, sin ningún cuestionamiento sobre el cómo y a costa de qué se ha llegado hasta esta situación de aumento de la desigualdad, reducción del estado social e incremento de la necropolítica. En este marco es dónde entran las dinámicas de incremento acrítico del gasto en defensa. Otra de las propuestas, mucho más minoritaria, apuesta por avanzar en los procesos integradores al tiempo que se realiza una cierta revisión en profundidad del modelo tal y como está construido en términos más sociales. Y, por último, estaría la apuesta por la fragmentación y la disolución del proyecto, que en este momento apoyan esencialmente las fuerzas reaccionarias que solo rescatarían el mantenimiento del mercado único, pero siempre de una manera pragmática y utilitarista. Y todo ello, dentro un contexto geopolítico en movimiento, donde los europeos quieren continuar haciendo valer su protagonismo de otras épocas, pero donde juegan con una mano atada a la espalda porque son el único actor global que no es un Estado y que… ¡voilà! no tiene un demos compartido y construido desde las bases ciudadanas Hasta aquí todo perfecto.
En este marco son muchas las preguntas y pocas las respuestas que se pueden ofrecer. Una de ellas es revisitar la historia de estos ochenta años de manera crítica, extrayendo los puntos débiles y también los fuertes. Pero siendo conscientes que ser europeo no es panacea ni garantía de nada. Siendo conscientes de que la apelación nostálgica de una Europa que nunca existió y de donde nacieron muchos de los monstruos que hoy vuelven a la carga (el fascismo, el racismo, el colonialismo y el imperialismo son inventos europeos, ¿recuerdan?) es un ejercicio vacío de contenido. Siendo conscientes de que la inacción sobre el genocidio que está sucediendo en Gaza es el fin de la historia de esa Europa que muchos dicen defender.