El reciente anuncio del gobierno israelí de lanzar una nueva ofensiva terrestre en Gaza, bajo la operación Carros de Guerra de Guedeón, con el objetivo de establecer una "presencia sostenida" ha sido presentado como una maniobra estratégica. Pero no hay sorpresa alguna. Ni por el fondo, ni por el momento elegido. No es casualidad que esta declaración de ocupación permanente llegue una semana antes de la conmemoración de la Nakba, la catástrofe fundacional del pueblo palestino, cuando más de 750.000 personas fueron expulsadas de sus hogares en 1947-1949 para que naciera un Estado judío sobre los escombros de su presencia.
Lo que Israel prepara hoy no es una ruptura con el pasado, sino una reafirmación violenta de su lógica fundacional. Un paso más dentro del continuo proceso de eliminación, desplazamiento y sustitución de la población palestina que ha definido al régimen israelí desde su origen como colonia de asentamiento.

Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
Genocidio y lógica de la eliminación
Hablar de genocidio no es una exageración. Lo que ocurre hoy en Gaza cumple con varios de los elementos definidos en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, algo ‘plausible’ de acuerdo con la Corte Internacional de Justicia, e innegable de acuerdo con cientos de juristas. Más de (seguramente muchos más) 52.000 palestinos han sido asesinados. Se han atacado sistemáticamente hospitales, escuelas, infraestructuras de agua, panaderías... El acceso a alimentos, medicinas y electricidad ha sido bloqueado durante meses. La población ha sido obligada a desplazarse una y otra vez, hacia zonas igualmente bombardeadas. Y ahora, además, se anuncia la ocupación como proyecto sostenido. Todo esto ocurre acompañado de un discurso público que deshumaniza al pueblo palestino, que justifica la eliminación física como necesidad política. Se trata de un genocidio no sólo ejecutado, sino también enunciado.
Esta violencia no es improvisada. Documentos de trabajo sobre cómo imponer una administración militar en Gaza circulan desde hace más de un año entre altos cargos israelíes. El actual Gobierno de coalición, sostenido por partidos de extrema derecha, ha normalizado abiertamente el lenguaje de limpieza étnica. Lo que se está ejecutando es un plan de ingeniería demográfica y dominio territorial a gran escala, revestido de estrategia militar.
La Nakba 'Mustamerra' como continuidad colonial
Desde 1948, la historia palestina está marcada por la desposesión y el exilio. Pero también por una continuidad estructural de la violencia. La Nakba no es sólo un episodio fundacional, sino una estructura en curso. La Nakba Mustamerra se manifiesta en la ocupación permanente, en la negación del derecho al retorno, en los asentamientos ilegales, en la asfixia de Gaza, y en el régimen jurídico diferenciado que clasifica a los palestinos según su lugar de residencia y su grado de utilidad o amenaza.
Incluso quienes poseen ciudadanía israelí -los llamados ‘palestinos del 48’- viven bajo un sistema legal que institucionaliza la desigualdad. Se les impide acceder a muchas tierras, se les criminaliza por su identidad nacional, se les vigila de forma sistemática. La ciudadanía, en este contexto, es una herramienta para normalizar la subordinación, no una garantía de derechos plenos.
Complicidades occidentales: gobiernos, empresas y medios
Nada de esto sería posible sin un ecosistema internacional de apoyo, encubrimiento y permisividad. Estados Unidos ha enviado miles de millones adicionales en armamento desde octubre de 2023, ha vetado resoluciones del Consejo de Seguridad, y recientemente aprobó una ley para dificultar aún más el boicot a países ‘aliados’, en respuesta directa al movimiento BDS.
La Unión Europea, por su parte, sigue atrapada entre sus declaraciones abstractas y sus intereses geopolíticos. Aunque ha anunciado algunas medidas cosméticas y sigue insistiendo en la importancia de la ayuda humanitaria (poco más que un parche temporal, y aún así insuficiente), la UE continúa priorizando la "cooperación técnica" con Israel y mantiene acuerdos comerciales como el Acuerdo de Asociación de 2000, que ignora sistemáticamente las violaciones de derechos humanos. Varios Estados miembros han aumentado sus compras de armas israelíes desde el inicio de la ofensiva. Y figuras clave, como Ursula von der Leyen, han ofrecido apoyo político explícito a Israel sin mención alguna a la ocupación o a las normas internacionales: hace poco, mostraba su preocupación ante los incendios que arrasan el país hebreo, sin en momento alguno pararse a trazar el vínculo entre la destrucción de Gaza y la otra "catastrofe". Es necesario mencionar que algunos Estados miembros, como España, intentar adoptar medidas, dignas de aplauso -sobre todo cuando estamos acostumbrados a poco más que migajas-, aunque insuficientes y muchas veces simbólicas. Pero la complicidad no es sólo institucional. Grandes medios siguen hablando de un contexto en el que la asimetría entre el ocupante y el ocupado no es tan evidente. Las plataformas digitales censuran contenido palestino mientras permiten campañas de incitación al odio por parte de figuras públicas israelíes, y anuncios de asentamientos por doquier. Y muchas de las empresas que usamos cada día son cómplices directas de esta arquitectura de violencia.
Hablamos de Google y Amazon, que proporcionan servicios cloud a las fuerzas armadas israelíes a través del proyecto Nimbus. De HP, cuyas tecnologías controlan el sistema de identificación de la población palestina. De Airbnb, Booking y TripAdvisor, que promueven el turismo en asentamientos ilegales. De Caterpillar, cuyos bulldozers destruyen casas palestinas. Y de bancos europeos que invierten en empresas que fabrican armamento usado contra población civil.
No es solo Gaza. No es solo Palestina. No es solo Oriente Próximo
Lo que ocurre en Gaza no puede separarse de lo que sucede en Cisjordania, en Jerusalén Este, en las cárceles israelíes donde menores palestinos son detenidos sin cargos... Pero tampoco puede analizarse al margen de otras realidades que revelan los patrones globales de deshumanización y silencio. En los países colindantes con Israel, Líbano y Siria, y en nombre de su "seguridad" (un significante vacío que nunca ha sido definido ni en el tiempo ni en el espacio), el régimen ha ocupado territorios. Tel Aviv bombardea asimismo estos países, así como Yemen, con cierta regularidad y total impunidad. En este último caso, con más legitimidad porque actúa para proteger el comercio internacional.
Sudán vive hoy un genocidio, con más de 13 millones de personas desplazadas y más de 150.000 de asesinadas, en medio de una guerra olvidada sostenida por un país clave como Emiratos Árabes Unidos. En la República Democrática del Congo, millones de personas han sido víctimas de una violencia estructural alimentada por el saqueo de recursos como el coltán, esencial para la industria tecnológica global. Estos crímenes no tienen la misma visibilidad ni generan las mismas respuestas diplomáticas. Pero también construyen las bases de nuestras comodidades. Nuestro acceso a dispositivos digitales, nuestras cadenas de suministro, nuestra geopolítica energética y comercial, se sostienen sobre territorios desgarrados.
La diferencia no está en la escala del horror, sino en el valor que asignamos a las vidas. Hay genocidios que se transmiten en directo, y otros que simplemente no se cuentan.
¿Y ahora qué? La responsabilidad del aquí y ahora
Frente a todo esto, ¿queda espacio para la esperanza? Sí, pero sólo si estamos dispuestas a actuar. No bastan las lágrimas ni los comunicados. Ya no. Es necesaria una presión sostenida, organizada y transversal que exija un alto al fuego inmediato, el fin del bloqueo, la investigación de los crímenes cometidos y la suspensión de relaciones con un Estado que actúa con total impunidad.
Pero también podemos actuar desde lo cotidiano, precisamente en vista del rol que juega el sector privado en apoyar y financiar el genocidio y la limpieza étnica. El movimiento de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS), inspirado en la lucha contra el apartheid sudafricano, propone una vía no violenta y eficaz para deslegitimar la ocupación. No es casualidad que esté siendo criminalizado en Europa y América del Norte. En Estados Unidos, se ha propuesto una ley que penaliza aún más los boicots a países aliados. En Francia, activistas han sido procesados por llamar al boicot. Y en Alemania, se ha equiparado injustamente este movimiento con el antisemitismo. Estas reacciones no son una señal de debilidad del BDS, sino de su poder real. Porque el boicot no es solo una herramienta económica: es una afirmación política. Es una forma de decir que no aceptamos que se asesine en nuestro nombre, ni con nuestros impuestos, ni con nuestras empresas. Que no aceptamos que se llame ‘democracia’ a un régimen que practica la limpieza étnica con apoyo internacional.
Boicotear no es un gesto aislado. Es parte de una estrategia global que une luchas por la vida, por la dignidad, por la justicia. Es una forma de romper con la normalización del horror y de situarnos, de forma activa, del lado de quienes no pueden permitirse el silencio.
Nombrar la Nakba, hoy, es resistir
Por eso, que Israel anuncie su ofensiva final sobre Gaza en vísperas del 15 de mayo no es un accidente. Es un gesto simbólico, deliberado. Es una declaración de continuidad colonial, de impunidad sostenida, de negación del derecho al retorno. Pero también es una oportunidad para volver a nombrar la Nakba como lo que es: no una tragedia del pasado, sino una estructura que puede y debe ser desmantelada.
Resistir, hoy, empieza por hablar claro. Por exigir. Por actuar. Por dejar de ser cómplices. Y por no dejar que el genocidio se vuelva paisaje.