
Filósofo, escritor y ensayista
En un reciente post, refiriéndose a la reacción ciudadana frente al apagón, Pedro Vallín escribía que la verdadera civilización no es la electricidad sino la cortesía. Tiene toda la razón. Durante las horas en que España permaneció sin luz, no hubo saqueos de supermercados ni agresiones entre vecinos ni búsquedas coléricas de chivos expiatorios; en ausencia de semáforos, no hubo ni siquiera más accidentes de tráfico de lo normal (y sí, al contrario, más atención y deseo de coordinación). Ahora bien, la “cortesía” (en su sentido más amplio y radical) exige ciertas condiciones. ¿Qué tiene que pasar para que se imponga ese impulso civilizatorio? ¿Tiene que ser necesariamente de índole adversa o catastrófica?
En el tórrido pueblo del Sur de los EEUU donde discurre La balada del café triste, uno de los relatos clásicos de Carson McCullers, cae de pronto una copiosa nevada: “La mayor parte de la gente”, escribe, “se sentía humilde y alegre ante aquella maravilla; hablaba en voz baja y decía “gracias” y “por favor” más de lo necesario”. Durante los eclipses de sol, cuenta el paleontólogo Stephen Jay Gould, los ciudadanos de Nueva York, habitualmente hoscos o indiferentes, se muestran solícitos, generosos, felices y enfáticamente corteses. Durante el huracán Katrina, explica a su vez Rebecca Solnit, los damnificados no se volvieron egoístas y desalmados sino, al contrario, solidarios, atentos y compasivos. Recuerdo, por mi parte, la experiencia de la revolución tunecina (que derrocó en 2011 al dictador Ben Ali) como un estado re-constituyente de “enamoramiento colectivo”, cuyo primer efecto civilizatorio fue el de que, en medio del caos, el desabastecimiento, los disparos y las barricadas, por primera vez los tunecinos respetaron los semáforos y las colas del pan. Llegué entonces a la conclusión de que lo natural es el orden y que si se deja en paz a los humanos se organizan espontáneamente de la mejor manera; y que el individualismo, la agresividad y la picaresca egoísta, normalizados en Túnez, eran el resultado del capitalismo, la represión política y la dictadura.
Bueno, quizás no es tan sencillo. Inspirados por un anarquismo rousseauniano un poco seráfico, podríamos pensar que basta con liberarse del Estado para que los humanos recuperemos nuestra bondad natural; y que lo que tienen de positivo las catástrofes es que, al dejarnos sin cobijo institucional, nos obligan a depender solo de nosotros mismos. Creo que ese sería un mensaje demasiado simple y bastante peligroso. Arriba he encadenado cuatro ejemplos de situaciones en las que la “cortesía” se impone por sí sola: dos acontecimientos meteorológicos festivos, uno destructivo (un ciclón) y una revolución. ¿Qué rasgos presentan en común? Los dos primeros nada tienen que ver con la ausencia del Estado sino con la repentina aparición de la Naturaleza; en cuanto al último, una revolución, su dimensión liberadora es evidente. ¿Por qué se parecen entonces tanto las reacciones antropológicas que provocan? No porque activen, creo, una virtud natural hasta entonces escondida sino porque generan por igual un marco de excepción semejante al del amor y, por lo tanto, acompañado de una irreprimible y a veces contradictoria alegría. No son las catástrofes, no, las que nos vuelven “corteses”; tampoco, desde luego, el colapso de las instituciones. Son los estados de excepción compartidos; es decir, la suspensión de las rutinas cotidianas; es decir, la interrupción de nuestras neurosis narcisistas; es decir, los objetos inesperados en el cielo común; es decir, eso que solemos llamar, a veces de manera abusiva, “acontecimientos”. Como ejemplo purísimo, recordemos nuestra felicidad infantil cuando de niños, en el colegio, ocurría un incidente (incluso objetivamente trágico) que obligaba a suspender las clases; y salíamos a trotar al sol con ganas de travesura y de camaradería compartida: un día de imprevisible asueto en el que incluso el matón de la clase, aliviado de sí mismo, nos trataba con respeto.
Una vez adultos, el acontecimiento por excelencia en la vida privada de un ser humano es el amor; en el de una colectividad una revolución política. Por eso hablaba yo, refiriéndome a Túnez, de “enamoramiento colectivo”. Todo el que ama, decía Aristóteles, quiere ser bueno; incluso el peor asesino, en los brazos del amado, insistía el filósofo, se comporta como el mejor hombre del mundo. Todos, en definitiva, estamos deseando que ocurra algo grande e inesperado que nos permita salir de nuestro pecho al ancho campo común. Nos da igual si es un adulterio, una nevada, una pandemia, una boda, una guerra: queremos un acontecimiento más grande que nuestros selfis que nos permita ser buenos. Este deseo de un suceso desnormalizador puede parecer muy frívolo frente a la Virtud con mayúsculas, pero en realidad no lo es. Queremos que pase algo, aunque sea adverso, porque solo los estados de excepción permiten excepcionalmente, durante un rato, compartir nuestro deseo común de cortesía radical. Toda excepción, de cualquier clase que sea, instaura por un momento en nuestras vidas, digamos, ese marco de experiencia que llamamos amor. También los funerales, también las danas, también por desgracia las guerras: el primer día, en efecto, la euforia belicista, como la historia ha demostrado demasiadas veces, no se distingue en nada de la felicidad erótica o del entusiasmo revolucionario.
Las condiciones de la “cortesía” son siempre, pues, las de un acontecimiento que no hemos elegido y no podemos evitar, pero que no queremos que se prolongue en el tiempo, bien porque su prolongación neutralizaría la felicidad de la excepción y su excepcionalidad misma, bien porque voltearía esa felicidad en tragedia. No podemos querer, digo, un eclipse de sol todos los días y aún menos una “revolución permanente” que desactive para siempre los semáforos y menos aún una guerra que mate a nuestros hijos en sus camas o en sus escuelas, como ocurre en Gaza o en Ucrania. Porque junto al deseo de que nos pase algo (lo que quiera que sea) los humanos sentimos también el deseo de “volver a clase”; o de volver a casa. De volver, si se quiere, a una normalidad o norbonidad materialmente segura. Por eso importa mucho de dónde venimos y a dónde volvemos; importan mucho las diferencias económicas y geopolíticas. En este sentido, la fragilidad redescubierta con el apagón ibérico nos hace conscientes, al mismo tiempo de las ventajas de vivir en una sociedad sólida con instituciones desarrolladas; esa vulnerabilidad repentina (la de un sistema cuya complejidad está prendida entre alfileres) nos revela, sí, no tanto la “bondad natural” del ser humano como nuestra dependencia cotidiana de un Estado cuya rutinaria prestación de servicios no ha sucumbido aún, pese a los empellones, al neoliberalismo; y que, de momento, nos protege de la guerra. Lo que ha demostrado el apagón no es que España sepa responder bien a una excepción; es que España funcionaba bastante bien antes del sobresalto eléctrico. Lo que ha demostrado no es que la gente necesite una sacudida para mostrarse cortés sino que la cortesía homeopática de cada día se reproduce viva e invisible bajo esa especie de rutina matrimonial que llamamos instituciones: una cortesía eclipsada por su banalidad misma, es verdad, pero también por la maldad de una minoría que quiere acabar con ellas (con las instituciones democráticas) y que quiere apropiarse de todos los titulares y de todos los centímetros del suelo común.
Deseamos que pase algo que nos permita ser buenos y queremos, al mismo tiempo, volver a casa, refunfuñones y cansados, y encender la luz. Queremos, en fin, mejores instituciones (colegios públicos, hospitales públicos, tribunales justos, presupuestos sociales y, por supuesto, semáforos) y queremos de vez en cuando (pero sin exagerar) una nevada, un eclipse de sol, un 15M, un polvo enamorado.