
Fui a ver a mi tía abuela Guillermina, de 99 años. Fui a su casa, donde vive con mi prima. Su casa en el barrio de Sants, por donde antes paseaba a diario hasta que un día se desorientó, y ya tiene que salir siempre acompañada. Entrevisto a Guillermina porque andamos mi primo y yo tratando de reconstruir las huellas de mi abuela, su cuñada –la Antonia, como ella dice–, como refugiada durante la Guerra Civil. Todo son silencios, huecos de información y sobreentendidos, pero algo vamos entresacando. Empiezo por el principio: Guillermina salió un día de Ferreira, un pueblín en altitud a pocos kilómetros de San Antolín de Ibias, la capital del concejo. Mira, como Lorena Álvarez, pienso, y en mi cabeza empieza a sonar la letra de su Cuesta abajo:
Bajé del monte corriendo
Con el corazón ardiendo
Y mi sobra se preguntaba
¿De qué va esta mujer huyendo?
¿De qué va esta mujer huyendo?
Se explaya contándome el recortable de valles tupidos de nogales, robles y castaños que se veía desde su ventana. Como Heidi, le digo. Y al momento me doy cuenta de lo naif que soy, de lo ingenua. “Tú eres tonta”, les ha faltado decirme, mirándome de hito en hito. Trabajando desde siempre en el campo, Guillermina cree que es así de pequeña por la cantidad de carga que llevó en la cabeza desde muy niña, con eso te lo digo todo. Y puede que no le falte razón, sus hermanos y hermanas son altos, asegura. Su madre era un ama de cría que hacía viajes de ida y vuelta en barco después de dar a luz para ir a dar de mamar a los niños bien de Buenos Aires. Ya en Los Pazos de Ulloa, menciona Pardo Bazán, la buena fama de gallegas y asturianas para estos menesteres. Una animalización más de las mujeres: las mejores vacas. La madre la tuvo a ella y se volvió al barco, a hacer las Américas con su leche. En el barco amamantó a un perrillo para no perder la producción, igual que le pasó a Mary Wollstonecraft –así lo cuenta Esther Cross en La mujer que escribió Frankenstein– en el que sería su lecho de muerte, tocada como estaba ya fatalmente de fiebre puerperal. Debía de ser práctica común para estimular o vaciar los pechos antes de la invención de los primeros sacaleches.Guillermina se hartó un día de deslomarse en el campo, de hacer de madre fuera y dentro de casa, de llevar y traer agua, de arar y sembrar, de cuidar a los animales, y de aguantar seguramente todo tipo de comentarios sobre su persona. Siguiendo los cantos de sirena de una prima lejana que servía en Barcelona, cogió el camino un amanecer con “sus cuatro trapitos, alguna batita de percal que me había hecho” y bajó hasta Fonsagrada, el pueblo más cercano que tenía estación de tren. Me doy cuenta, porque pregunto, –hay que preguntar, mucho, cada detalle– de que hizo el camino a pie. “¡Lo que ha andado esta gente no lo sabe nadie!”, apostilla mi prima. Allí cogería un tren a León, donde conectaría al mítico Shanghai Express, el tren que unía Galicia con Barcelona en “solo” 36 horas. Si pienso en esa noche que pasó al raso a la espera del tren de la mañana, rodeada de paisanos y parientes lejanos que habían optado por el mismo destino, veo las imágenes de Galailustraciones para Ratones en la despensa, el libro de cuentos de la escritora asturleonesa Raquel Presumido. Bien podría ser Guillermina uno de sus personajes.
Nada más llegar a Barcelona entró enseguida a servir a unas hermanas solteras de la calle Aragó, a trabajar de muchacha, lo que ahora llamaríamos interna. Tenía ya 25 años, toda una mujer en aquella época, y trabajaba muy bien. Sus empleadoras estaban encantadas con ella, imaginaos el relax que para una mujer de campo debían de resultar las tareas domésticas de un piso del Eixample. Eso sí, solo la dejaban salir los jueves un rato por la tarde y los domingos otro ratito. “De vivir tan libre a meterme en una casa y no salir para nada, me ahogaba”. La despidieron por llorar, estaban muy contentas con ella pero no querían cosas tristes en su casa. Esa es la herida del éxodo rural hacia las ciudades: una herida íntima, anónima, desangrada sin rechistar en un cuarto de servicio.
De ahí salió para otra casa y finalmente a otra más, donde afortunadamente conoció a otra de mis tías abuelas, Valentina. Guillermina se convirtió en aquella casa en una gran cocinera, Valentina y ella salían todas las mañanas a hacer la compra, y se tomaban juntas un café en el bar del Mercat de la Concepció. “Con unas gotas de coñac”, nos confiesa despepitada de risa. Su compinche Valentina se convertiría más tarde en su cuñada cuando le presentara a su hermano, mi tío Alfredo. Así se construyen las alianzas en los tiempos oscuros, buscando las vetas de alegría entre faena y faena. En estos tiempos que creemos apocalípticos, también nos podemos encontrar en el bar del mercado con las vecinas, a media mañana, como hicieron nuestras abuelas. Y también podemos tomarnos un café con ellas. Hay que sentar a las yayas, a las madres, a las tías y a las tietas. Sentarlas con grabadora en mano, como hizo Christo Casas en El Power Ranger Rosa. Un día se mueren y el vacío que dejan cierra la vía de las historias por escuchar, recoger y archivar, como esta. Solo tenéis que sentarlas enfrente para que os cuenten todas sus estrategias de supervivencia en los malos tiempos. Haced que os lo cuenten todo: su memoria es nuestro mejor kit de supervivencia.