
Yo crecí y maduré pensando que era un monstruo. Como ya he contado en alguna ocasión, sufrí violencia sexual durante mi infancia y adolescencia. El cerebro tiene sus mecanismos, y no recuerdo cuánto tiempo duró aquello, pero sí sé que no se trató de una experiencia aislada, sino de algo que se repetía periódicamente. Lo olvidé durante años, cerca de una década, y cuando el recuerdo golpeó mi memoria, me convertí en un monstruo. Quedé atrapada en la mugrienta telaraña de la culpa, y ese atribuirme a mí misma la responsabilidad de lo que había sucedido me transformó a mis propios ojos en algo deforme, aberrante, abominable. Por supuesto, yo creía ser la única persona en este mundo que había vivido algo semejante.
El monstruo es una criatura única, aislada y consciente de su propia deformidad. Esa es la base. Si un día una monstrua —o sea yo— cruzara una montaña, una frontera, qué se yo, un océano, y se encontrara un mundo de seres semejantes a ella, dejaría de serlo. Alguien resulta deforme o abominable cuando es distinta al resto.
Me ha costado muchos años, varias vidas, saber que no lo soy, o lo que es lo mismo, dejar de serlo. De hecho, puedo afirmar que esto solo ha llegado a suceder de verdad en los últimos años. Ha sido leyendo los relatos sobre violencia sexual que las mujeres van publicando desde que, en 2017, apareció el movimiento #MeToo. La primera vez que me encontré con el testimonio en el que una mujer contaba cómo un hombre de su familia había “abusado” de ella cuando era pequeña, lo guardé en el ordenador, y de vez en cuando lo releía. Después vinieron muchos más, cientos, miles, y con ellas, con todas esas mujeres, crucé la cordillera hacia un lugar donde podía mirarme sin culpa, sin asco y sin tantísimo dolor.
Dos de las frases que más repiten las mujeres en sus testimonios son: “Leyendo a otras he desbloqueado un recuerdo” y “Es la primera vez que lo cuento”. Por supuesto, se refieren a situaciones de violencia de género, y más concretamente, de violencia sexual. Pero me interesa detenerme en lo que se refiere a nuestra salud mental y al enorme esfuerzo individual y colectivo que las mujeres estamos llevando a cabo para conseguir un mayor bienestar. Esas expresiones indican que el hecho de poner en común las experiencias traumáticas o dolorosas vividas es útil, que funciona. Es decir, que nos hace bien.
Todo ello no sería posible sin la creación de ciertas herramientas que nos permitan pensar con otras, y a partir de otras. Pensar conectadas. Me vino esto a la cabeza leyendo una magnífica entrevista a la neurocientífica Nazareth Castellanos publicada en este periódico. “Somos lo que hacemos con nosotros”, escribe Castellanos en su libro El puente donde habitan las mariposas. Y, en la entrevista, añade: “Odio esa frase de: 'si quieres, lo puedes lograr'. Me parece que ha hecho mucho daño, porque me parece que hay que ser muy humilde y, como te decía, no todo el mundo tiene las mismas condiciones, y hablo de muchas condiciones, no solo la económica”.
Estoy convencida de que, entre todas, estamos mejorando las condiciones en las que lograr “hacer con nosotras” algo que nos permita vivir mejor, ser menos herida. Por lo pronto, muchas, muchísimas ya sabemos que no somos únicas, que el monstruo no éramos nosotras, que caminamos juntas. No son pasos fáciles, pero funcionan, y ese es un avance al que no le veo límites.