
Escritora y doctora en estudios culturales
Hace varias semanas, visité la oficina de la editorial Cabaret Voltaire en Madrid y su editor me hizo un regalo que me ha perseguido desde entonces: el libro Ana no, de Agustín Gómez Arcos, un escritor andaluz que abandonó nuestro país en los años 60 movido por la frustración, el asco y la rabia de no poder crear en pleno franquismo. Si bien llegó a ganar varios premios de teatro, la censura del régimen automáticamente mutilaba las obras o prohibía su representación, con lo cual a Agustín le ardía el talento como una herida a la que se arroja sal. En ese momento, me pregunté cómo era posible que yo, autora de una tesis doctoral sobre el exilio, no me hubiese encontrado jamás con el nombre de este hombre. Ninguna referencia, nada, a pesar de un empeño que me ha conducido, durante años, a estudiar las voces de los marginados, los represaliados, al débil que se sobrepone a la terrible humillación y enuncia sin miedo. Gómez Arcos fue un fantasma en nuestras lindes y, para más vergüenza patria, un bestseller en Francia, donde alcanzó fama a partir de la publicación de su primera novela, El cordero carnívoro (1975), y cosechó las alabanzas y condecoraciones que merecía, esta vez, escribiendo en lengua extranjera.
Desde aquella tarde en Madrid, la figura del exiliado ha continuado conmigo y ahora lo trato como a una suerte de hermano mayor que nutre mis pensamientos. Devoré Ana no con un hambre parecida al que ella sufre cuando atraviesa la Península, desde Almería hacia el norte, en busca del único hijo que no fue fusilado en la guerra, encarcelado. A lo largo de ese trayecto, la protagonista se desprende de su analfabetismo, y luego lo lamenta: "¡Qué lástima haber aprendido a leer y a escribir y tener ahora que dar nombre a la decepción y palabras a la tristeza!" –exclama–, un sentimiento que sólo puede albergar la persona a quien las letras devuelven el reflejo de su propio fracaso. Pero el verdadero fracaso, qué duda cabe, ha sido nacional. Esperanzado con que la Transición entrañaría la apreciación de un corpus literario completamente volcado en la memoria, Agustín frecuentó los círculos culturales de nuestro país en busca de editor, sin éxito, como detalla el recién estrenado documental sobre su vida Un hombre libre, dirigido por Laura Hojman. Dentro de la sala de cine, a oscuras, días después de terminar la novela y guiada por la maestría de Hojman, me esforcé en comprender la frustración de quien fue doblemente rechazado por su tierra: en dictadura y en democracia.
España cuenta con una cruenta tradición que consiste en mandar a la guerra, la cárcel o el exilio a sus mentes más lúcidas, desde Cervantes a Goya, pasando por Miguel Hernández o María Zambrano. La melancolía de la distancia la han tallado a buril mujeres y hombres cuyo ingenio sobraba en sus espacios natales, como María Teresa León, que, de tanto pelear en solitario por la memoria, acabó perdiéndola durante su senilidad; o como Federica Montseny, cuyo acervo literario sigue siendo prácticamente desconocido. Pero quizá lo más doloroso de esta historia redactada con minúscula y a trazos deslavazados haya sido la diacrónica escasez de políticas de reparación no sólo con las víctimas directas de la muerte o la tortura, sino también con el resto de la ciudadanía, los vivos de entonces y los de ahora, y quienes vengan en el futuro. Un país sin memoria supone un atentado contra la imaginación colectiva; implica acerrojar las puertas de aquellos mundos que fueron descartados por las élites y tirar la llave al mar; conlleva –aún más durante esta época caracterizada por la homogeneización del pensamiento y la casi ausencia de contracultura– desperdiciar ideas que podrían ayudarnos a construir sociedades mejores. Y resulta que no nos podemos permitir prescindir de esa riqueza creativa, porque con ello se insulta la inteligencia humana, privada de alimento; especialmente, porque nos ha tocado existir en la era de una IA que, combinada con el odio y distintos tipos de negacionismo, no tardará en colmatar la esfera pública, los discursos mediáticos, políticos y hasta educativos con las voces de los más fuertes, los más despiadados, los más mentirosos.
Las instituciones y la sociedad civil deberían movilizar cantidades ingentes de memorias como las de Agustín Gómez Arcos, por imperativo moral y como herramienta de futuro. Aquí, el formato libro, en un papel difícil de manipular, que no entrena a ningún algoritmo, ni genera alucinaciones, ni pertenece a ningún magnate de Silicon Valley, ni recolecta o cuantifica nuestros comportamientos más íntimos en forma de datos, puede ser nuestro aliado. A veces, siento la mano del fantasma Agustín sobre mi hombro y su boca susurrándome: gracias por haberme rescatado momentáneamente, pero si no ejercéis una memoria activa, comprometida con la vulnerabilidad de todos, aferrada a la verdad y a algo tan simple y casi caduco como los derechos humanos, pronto, muy pronto, cuando la tecnología y sus monarcas hayan terminado de monopolizar la palabra, todo conocimiento se habrá esfumado como una mota de polvo en la tormenta. Antes de que la única posibilidad de razón sea el recuerdo, y de que ese recuerdo sea duramente reprimido, necesitamos desenterrar los legados del oprobio y construir con ellos una defensa efectiva frente a lo que viene.