Adolescencia, la impactante miniserie de Netflix, interpela con fuerza, pero también corre el riesgo de reforzar lecturas reaccionarias si no se acompaña de reflexión crítica. En este texto te propongo una mirada pedagógica, política y profundamente humana sobre lo que nos dice —y lo que calla— la escuela, la familia y la sociedad frente a la juventud
Llevaba como cosa de una semana pendiente de ver la serie de Netflix que está dando tanto que hablar: Adolescencia.
Aunque devoro series, pelis y novelas a ritmo desenfrenado, esta la había estado reservando para verla con Noelia, en un momento tranquilo, con ganas de saborearla y poder pensar y charlar después. Tenía la impresión —acertada— de que esta serie da para mucho más que un simple visionado: da para un buen análisis educativo, social y hasta para un cinefórum en condiciones.
No ha sido hasta este domingo, tras ver varios comentarios en el Twitter educativo, el tuit que puso Pablo Iglesias recomendándola y el artículo que escribía el compañero Sebastián Fiorilli en este mismo diario sobre el tema, que sentí la necesidad de verla, pese a que Noelia estaba de viaje y corriera el riesgo de una bronca por no esperarla. De alguna manera, espero que este texto sirva a modo de disculpa.
La serie
En primer lugar, he de decir que entiendo perfectamente el éxito de la serie. Aunque a nivel técnico no sea yo la persona más adecuada para hacer un análisis —ya que no tengo conocimientos para dar una opinión fundamentada—, sí que me parece que tiene una factura impecable y que las actuaciones están muy logradas por todos los actores y actrices.
No obstante, mi sensación es que su éxito se debe a otra cosa: el excelente abordaje, confrontando perspectivas diferentes, de varios temas muy complejos, actuales y que a todos y a todas nos preocupan de una manera muy humana. Esto, a efectos prácticos, hace que el espectador se sienta interpelado durante toda la serie y que viva de una manera muy real la tensión que experimentan los diferentes personajes.
En mi caso, me he pasado toda la serie atrapado entre emociones contrapuestas: a veces maravillado por la genialidad de lo que mostraba y cómo lo hacía; otras, preocupado por el tratamiento de ciertos temas; y, la mayor parte de las ocasiones, pensando en torno a la trama y cambiando de sensaciones mientras esta se desarrollaba. Solo por esto, ver esta miniserie ya es una experiencia más que recomendable.
Pero, yendo al foco de este texto —repito que no soy yo la persona adecuada para hacer un análisis cinematográfico de la serie, y que tienes a compañeros y compañeras mucho más preparados que yo en este mismo diario—, lo que a mí me toca es hacer un análisis de las cuestiones educativas que trata la serie y de las oportunidades de reflexión que ofrece. Y mi conclusión sería esta: sí, es una serie imprescindible. Pero cuidado: no basta con verla de cualquier forma, porque podríamos terminar sacando conclusiones aún peores que los prejuicios con los que nos acercamos a ella.
De obligado visionado, pero no cualquier visionado
Como digo, la complejidad, la actualidad y la preocupación social de los temas que trata la serie es brutal, y lo hace, además, de forma descarnada. Esto plantea una dificultad: que un análisis superficial de lo que estamos viendo, sin acudir a conceptos educativos, pueda ser más perjudicial que beneficioso para familias, profesorado, alumnado y sociedad en general.
Si a esto le unimos que la opinión generalizada sobre muchos de los temas que aborda la serie —pantallas, violencia escolar, juventud, cambios sociales, ...— está cargada de prejuicios muy asentados en el imaginario compartido, es muy probable que las conclusiones que nos llevemos del visionado de la serie coincidan más con las posibles políticas educativas reaccionarias que plantea, por ejemplo, Ayuso en la Comunidad de Madrid: prohibir pantallas per se, reclamar más disciplina, autoridad del profesorado… que con un análisis educativo enfocado, de calado, que nos lleve a conclusiones interesantes para proponer políticas educativas con una perspectiva de izquierda, y que generen los cambios educativos que tanta falta hacen. Este es, para mí, el principal riesgo de un visionado sin conocimiento de conceptos educativos de esta miniserie.
Los análisis educativos que hacemos quienes nos decimos con perspectivas de izquierda no pueden coincidir, punto por punto, con el argumentario educativo más reaccionario
Por lo tanto, mi intención en este texto es esa: ofrecerte algunas reflexiones en clave educativa que te ayuden a ti, lector o lectora, a pensar más allá de lo obvio en esta miniserie que tanta reflexión —y tan profunda— permite.
Reflexiones en clave educativa
Como trataba de explicar, es probable que el visionado superficial de esta serie sea hasta contraproducente en algunas ocasiones. Cuando la veía, no podía dejar de ponerme en la piel y perspectiva educativa de algunas familias y de parte del profesorado que compra los discursos más reaccionarios en educación. Desde estas perspectivas, la conclusión a la que se llega de manera casi directa viendo la miniserie es una vieja conocida: Hace falta más disciplina. Controlar qué hace el alumnado en todo momento, prohibir toda la tecnología, mano dura con las infracciones. Ninguna distracción para, individualmente, recibir la lección, hacer unos ejercicios del libro de texto y, posteriormente, reproducirla lo más fielmente posible en un examen.
Esta conclusión representa para mí dos graves problemas. El primero, una obviedad: los análisis educativos que hacemos quienes nos decimos con perspectivas de izquierda no pueden coincidir, punto por punto, con el argumentario educativo más reaccionario. En segundo lugar, otra cuestión importante: creo que esa conclusión y las actuaciones que conlleva producirían justo el agravamiento del problema que tratamos de contrarrestar y que la miniserie nos ilustra de forma tan excepcional. Trato de explicarme despacio:
Para mí, el análisis educativo más evidente, que salta casi a primera vista, tiene que ver con la cultura escolar (Pérez Gómez, 1998), que yo definiría de forma muy básica como el sentido común que todos y todas tenemos de cómo debe ser el funcionamiento de una escuela: a qué se debe dedicar el alumnado y el profesorado, cuáles deben ser las normas, la forma natural de trabajar en el aula, las relaciones, etc., y de cuyo proceso de construcción —y por qué representa un grave problema— ya he hablado en otras ocasiones.
Es esta cultura escolar la responsable, a mi juicio, de la primera cuestión educativa a analizar que nos plantea la serie: que la escuela —en este caso, el instituto— es una institución “educativa” que vive absolutamente al margen de todas las cuestiones vitales por las que los y las adolescentes rigen su vida y configuran su pensamiento, pero también de los problemas más actuales y graves de las sociedades modernas, y que todos y todas sufrimos en primera persona. Esto plantea ya, de inicio, algunas preguntas: ¿Cómo es posible que esto ocurra? ¿No es justo abordar de forma crítica estos temas el sentido de la educación pública y obligatoria?
Esta enorme distancia entre las preocupaciones vitales y sociales y la educación siempre ha sido un problema recurrente, pero, con el auge de los discursos fascistas, machistas, xenófobos, racistas y lgtbifóbicos —a los que asistimos perplejos, alimentados por las fake news, los bulos y la desinformación—, cada vez encuentran más eco en nuestras sociedades. Por lo que representa ahora, para mí, el problema educativo en mayúsculas.
Este problema, el de la distancia entre la vida y la escuela, se encuentra muy reforzado por dos ideas muy asentadas en el imaginario de toda la sociedad —pero también de los y las docentes—. La primera de ellas es la falacia de que el trabajo de la escuela debe ser objetivo, neutral, y que el profesorado, por lo tanto, no debe ofrecer su punto de vista, su ideología, a los y las estudiantes, porque de ser así los estaría “adoctrinando”.
De este tema ya he hablado en multitud de ocasiones, y es también un clásico desde que lo abordó Apple (1986) en su famoso libro Ideología y currículum: la política es una idea de sociedad y la educación es la forma de conseguirla. Por lo tanto, educar siempre es un asunto político e ideológico. Entender que educar tiene que ver con no entrar en asuntos ética y políticamente polémicos y controvertidos es privar al alumnado de la posibilidad de hacer análisis críticos y despegados de las ideologías y sesgos de sus contextos particulares. Estos análisis solo podrían hacerlo en la escuela, bajo la tutela de un educador o educadora que les proporcione un cuestionamiento crítico de su propia experiencia individual. A esto, en última instancia, es a lo que Pérez Gómez (1992, p. 27) llama educación:
Los análisis educativos que hacemos quienes nos decimos con perspectivas de izquierda no pueden coincidir, punto por punto, con el argumentario educativo más reaccionario
Por lo tanto, mi intención en este texto es esa: ofrecerte algunas reflexiones en clave educativa que te ayuden a ti, lector o lectora, a pensar más allá de lo obvio en esta miniserie que tanta reflexión —y tan profunda— permite.
Reflexiones en clave educativa
Como trataba de explicar, es probable que el visionado superficial de esta serie sea hasta contraproducente en algunas ocasiones. Cuando la veía, no podía dejar de ponerme en la piel y perspectiva educativa de algunas familias y de parte del profesorado que compra los discursos más reaccionarios en educación. Desde estas perspectivas, la conclusión a la que se llega de manera casi directa viendo la miniserie es una vieja conocida: Hace falta más disciplina. Controlar qué hace el alumnado en todo momento, prohibir toda la tecnología, mano dura con las infracciones. Ninguna distracción para, individualmente, recibir la lección, hacer unos ejercicios del libro de texto y, posteriormente, reproducirla lo más fielmente posible en un examen.
Esta conclusión representa para mí dos graves problemas. El primero, una obviedad: los análisis educativos que hacemos quienes nos decimos con perspectivas de izquierda no pueden coincidir, punto por punto, con el argumentario educativo más reaccionario. En segundo lugar, otra cuestión importante: creo que esa conclusión y las actuaciones que conlleva producirían justo el agravamiento del problema que tratamos de contrarrestar y que la miniserie nos ilustra de forma tan excepcional. Trato de explicarme despacio:
Para mí, el análisis educativo más evidente, que salta casi a primera vista, tiene que ver con la cultura escolar (Pérez Gómez, 1998), que yo definiría de forma muy básica como el sentido común que todos y todas tenemos de cómo debe ser el funcionamiento de una escuela: a qué se debe dedicar el alumnado y el profesorado, cuáles deben ser las normas, la forma natural de trabajar en el aula, las relaciones, etc., y de cuyo proceso de construcción —y por qué representa un grave problema— ya he hablado en otras ocasiones.
Es esta cultura escolar la responsable, a mi juicio, de la primera cuestión educativa a analizar que nos plantea la serie: que la escuela —en este caso, el instituto— es una institución “educativa” que vive absolutamente al margen de todas las cuestiones vitales por las que los y las adolescentes rigen su vida y configuran su pensamiento, pero también de los problemas más actuales y graves de las sociedades modernas, y que todos y todas sufrimos en primera persona. Esto plantea ya, de inicio, algunas preguntas: ¿Cómo es posible que esto ocurra? ¿No es justo abordar de forma crítica estos temas el sentido de la educación pública y obligatoria?
Esta enorme distancia entre las preocupaciones vitales y sociales y la educación siempre ha sido un problema recurrente, pero, con el auge de los discursos fascistas, machistas, xenófobos, racistas y lgtbifóbicos —a los que asistimos perplejos, alimentados por las fake news, los bulos y la desinformación—, cada vez encuentran más eco en nuestras sociedades. Por lo que representa ahora, para mí, el problema educativo en mayúsculas.
Este problema, el de la distancia entre la vida y la escuela, se encuentra muy reforzado por dos ideas muy asentadas en el imaginario de toda la sociedad —pero también de los y las docentes—. La primera de ellas es la falacia de que el trabajo de la escuela debe ser objetivo, neutral, y que el profesorado, por lo tanto, no debe ofrecer su punto de vista, su ideología, a los y las estudiantes, porque de ser así los estaría “adoctrinando”.
De este tema ya he hablado en multitud de ocasiones, y es también un clásico desde que lo abordó Apple (1986) en su famoso libro Ideología y currículum: la política es una idea de sociedad y la educación es la forma de conseguirla. Por lo tanto, educar siempre es un asunto político e ideológico. Entender que educar tiene que ver con no entrar en asuntos ética y políticamente polémicos y controvertidos es privar al alumnado de la posibilidad de hacer análisis críticos y despegados de las ideologías y sesgos de sus contextos particulares. Estos análisis solo podrían hacerlo en la escuela, bajo la tutela de un educador o educadora que les proporcione un cuestionamiento crítico de su propia experiencia individual. A esto, en última instancia, es a lo que Pérez Gómez (1992, p. 27) llama educación:
Los análisis educativos que hacemos quienes nos decimos con perspectivas de izquierda no pueden coincidir, punto por punto, con el argumentario educativo más reaccionario
Por lo tanto, mi intención en este texto es esa: ofrecerte algunas reflexiones en clave educativa que te ayuden a ti, lector o lectora, a pensar más allá de lo obvio en esta miniserie que tanta reflexión —y tan profunda— permite.
Reflexiones en clave educativa
Como trataba de explicar, es probable que el visionado superficial de esta serie sea hasta contraproducente en algunas ocasiones. Cuando la veía, no podía dejar de ponerme en la piel y perspectiva educativa de algunas familias y de parte del profesorado que compra los discursos más reaccionarios en educación. Desde estas perspectivas, la conclusión a la que se llega de manera casi directa viendo la miniserie es una vieja conocida: Hace falta más disciplina. Controlar qué hace el alumnado en todo momento, prohibir toda la tecnología, mano dura con las infracciones. Ninguna distracción para, individualmente, recibir la lección, hacer unos ejercicios del libro de texto y, posteriormente, reproducirla lo más fielmente posible en un examen.
Esta conclusión representa para mí dos graves problemas. El primero, una obviedad: los análisis educativos que hacemos quienes nos decimos con perspectivas de izquierda no pueden coincidir, punto por punto, con el argumentario educativo más reaccionario. En segundo lugar, otra cuestión importante: creo que esa conclusión y las actuaciones que conlleva producirían justo el agravamiento del problema que tratamos de contrarrestar y que la miniserie nos ilustra de forma tan excepcional. Trato de explicarme despacio:
Para mí, el análisis educativo más evidente, que salta casi a primera vista, tiene que ver con la cultura escolar (Pérez Gómez, 1998), que yo definiría de forma muy básica como el sentido común que todos y todas tenemos de cómo debe ser el funcionamiento de una escuela: a qué se debe dedicar el alumnado y el profesorado, cuáles deben ser las normas, la forma natural de trabajar en el aula, las relaciones, etc., y de cuyo proceso de construcción —y por qué representa un grave problema— ya he hablado en otras ocasiones.
Es esta cultura escolar la responsable, a mi juicio, de la primera cuestión educativa a analizar que nos plantea la serie: que la escuela —en este caso, el instituto— es una institución “educativa” que vive absolutamente al margen de todas las cuestiones vitales por las que los y las adolescentes rigen su vida y configuran su pensamiento, pero también de los problemas más actuales y graves de las sociedades modernas, y que todos y todas sufrimos en primera persona. Esto plantea ya, de inicio, algunas preguntas: ¿Cómo es posible que esto ocurra? ¿No es justo abordar de forma crítica estos temas el sentido de la educación pública y obligatoria?
Esta enorme distancia entre las preocupaciones vitales y sociales y la educación siempre ha sido un problema recurrente, pero, con el auge de los discursos fascistas, machistas, xenófobos, racistas y lgtbifóbicos —a los que asistimos perplejos, alimentados por las fake news, los bulos y la desinformación—, cada vez encuentran más eco en nuestras sociedades. Por lo que representa ahora, para mí, el problema educativo en mayúsculas.
Este problema, el de la distancia entre la vida y la escuela, se encuentra muy reforzado por dos ideas muy asentadas en el imaginario de toda la sociedad —pero también de los y las docentes—. La primera de ellas es la falacia de que el trabajo de la escuela debe ser objetivo, neutral, y que el profesorado, por lo tanto, no debe ofrecer su punto de vista, su ideología, a los y las estudiantes, porque de ser así los estaría “adoctrinando”.
De este tema ya he hablado en multitud de ocasiones, y es también un clásico desde que lo abordó Apple (1986) en su famoso libro Ideología y currículum: la política es una idea de sociedad y la educación es la forma de conseguirla. Por lo tanto, educar siempre es un asunto político e ideológico. Entender que educar tiene que ver con no entrar en asuntos ética y políticamente polémicos y controvertidos es privar al alumnado de la posibilidad de hacer análisis críticos y despegados de las ideologías y sesgos de sus contextos particulares. Estos análisis solo podrían hacerlo en la escuela, bajo la tutela de un educador o educadora que les proporcione un cuestionamiento crítico de su propia experiencia individual. A esto, en última instancia, es a lo que Pérez Gómez (1992, p. 27) llama educación:
“La función educativa de la escuela desborda la función reproductora del proceso de socialización por cuanto se apoya en el conocimiento público (la ciencia, la filosofía, la cultura, el arte...) para provocar el desarrollo del conocimiento privado en cada uno de los alumnos y alumnas. La utilización del conocimiento público, de la experiencia y de la reflexión de la comunidad social a lo largo de la historia, introduce un instrumento que quiebra o puede quebrar el proceso reproductor. El conocimiento en los diferentes ámbitos del saber es una poderosa herramienta para analizar y comprender las características, determinantes y consecuencias del complejo proceso de socialización reproductora. La vinculación ineludible y propia de la escuela con el conocimiento público exige de ella y de quienes en ella trabajan, que identifiquen y desenmascaren el carácter reproductor de los influjos que la propia institución, así como los contenidos que transmite y las experiencias y relaciones que organiza, ejerce sobre todos y cada uno de los individuos que en ella conviven.”
En segundo lugar, muy relacionado con esto, es necesario entender la enorme dificultad que supone para el profesorado hacer su labor educativa cuando entiende, por fin, que esta es ideológica y política. Esta dificultad se agrava debido a la presión creciente que ha colocado sobre el trabajo docente la batalla cultural de la extrema derecha en educación. Solo hace falta pensar en VOX y su famoso discurso del pin parental, o escuchar los discursos reaccionarios que ensalzan la necesidad de una educación neutral y objetiva, libre de ideologías, para entender la enorme presión que puede sufrir el profesorado dispuesto a trabajar determinados temas en su aula, y las reclamaciones y conflictos que esto le puede generar. Esto, lógicamente, conlleva una autocensura sobre la que habría que intervenir desde las políticas educativas, pues representa un auténtico escollo para que el alumnado pueda acceder a revisar su propia experiencia respecto a temas cruciales. Estoy pensando en cuestiones como las que se ven en la serie, como la influencia de la manosfera en el desarrollo del pensamiento del chaval protagonista, pero también en el de gran parte del alumnado de su instituto. Lo cual me lleva al siguiente punto.
En general, el problema de la cultura escolar tiene mucho que ver, para mí, con esta idea tan extendida del conocimiento ilustrado, sobre la que el otro día hacía un hilo en Twitter explicándolo desde una perspectiva sociológica, y por la que se entiende que la mera exposición del alumnado a un conjunto de conocimientos disciplinares y académicos, automáticamente, lo convierte en un ser crítico, reconstruyendo sus ideas y experiencia, y lo emancipa.
Lo disparatado de esta forma de pensar tan extendida se ve, a mi juicio, con claridad en la serie, especialmente en el segundo capítulo, cuando se nos ofrece una perspectiva de todo lo que está pasando en el instituto en torno al caso, de cómo lo vive todo el alumnado y, sin embargo, la apariencia es que la vida escolar de ese mismo alumnado sigue inalterable: a primera hora, Lengua, y estudiamos los sintagmas; a segunda, Matemáticas, y tocan las raíces cuadradas; y a tercera, Francés. Esto se ve claramente en el final de capítulo, cuando el hijo del policía le explica cómo ha sido su día en el instituto y su padre le dice que le hable en francés. Pero también se muestra con gran claridad cuando el policía conversa con su compañera y le dice textualmente:“¿A ti te parece que alguien esté aprendiendo algo aquí dentro? Parece un puto corral de borregos”.
No hay ningún tratamiento educativo, no solo sobre lo que ha pasado, sino sobre ninguna de las cuestiones de fondo que están en la sociedad y en la vida de los y las adolescentes y que han sido determinantes para que se produzca el asesinato con el que arranca la serie: los discursos de la manosfera, la construcción de la masculinidad en la adolescencia, el feminismo, las redes sociales, las relaciones entre iguales, la vida sexual… Porque, además, todo el mundo adulto —profesorado y familias— permanece totalmente ajeno a esta situación y a los significados que los y las adolescentes comparten sobre ella. Esto se expone en la serie muy claramente a través de la conversación magistral —y que no te puedes perder— que tienen el policía y su hijo, cuando este le explica las claves que hay detrás del asesinato y que tienen que ver con la relación entre asesino y víctima a través de Instagram. Esta escena concluye con un excepcional y desgarrador: “Es que tenía que decírtelo, es vergonzoso ver cómo andas metiendo la pata”.
Todo este entramado pone en evidencia una situación sobre la que deberíamos reflexionar profundamente en el ámbito educativo. El sentido que tiene que nuestro alumnado estudie conocimientos y disciplinas en la escuela debería ser que estas les sirvieran para reconstruir, repensar, analizar y reformular su experiencia sesgada y ligada a las oportunidades que les ofrece su contexto social más inmediato. Pero es imposible que esta reconstrucción ocurra si en rara ocasión se les ofrecen y plantean situaciones en su educación que tengan que ver con sus preocupaciones vitales y personales, como las que nos muestra la serie. Si la relación que tienen con el conocimiento es siempre desconectada de su realidad y vinculada únicamente al valor de cambio por una nota.
La pregunta sangrante que sigue permaneciendo en mi mente después de ver la serie es: ¿cómo es posible que en un entorno educativo se permanezca tan ajeno a la vida, a las cosas que les preocupan a nuestros y nuestras adolescentes? Ese es, para mí, parte del drama que mueve el argumento de la serie.
A este respecto se pronuncia muy claramente mi compañera Alicia, profesora de Filosofía, en la entrevista que le han realizado en El País (Zafra, 2025):
“Hay que permitir que se expresen, observar dónde están los problemas e intentar solucionarlos. Si la voz de los adolescentes, que no parece importar en ningún sitio, tampoco se escucha en el lugar donde más tiempo pasan, que es aquí en el instituto, ¿no estamos facilitando que se vayan a posiciones extremas?”
Otras ideas que no se ven en la superficie, pero sí en el fondo
Con este drama también conectan otras cuestiones que me parece importante rescatar aquí. Muy clara para mí está la cuestión de la idea que tiene el propio profesorado de qué significa educar y cuál es el sentido de su profesión, y que se manifiesta en una conversación entre pasillos que puede que te pase desapercibida si no estás atento o atenta. Un docente le dice a otro: “Ahora somos trabajadores sociales además de guardias. Genial”.
Me pareció desgarradora, porque no podía dejar de pensar en que sentirse “guardias” es incompatible, de facto, con cualquier visión educativa de la profesión. Pero resuena perfectamente con las visiones más reaccionarias: disciplina, autoridad del profesor, “yo vengo a dar mi materia y educados deben venir de casa”, etc. Desde ahí se usa esa misma expresión —terrible— que puedes encontrar fácilmente en redes sociales entre docentes, y que nos da una idea de la nada educativa visión que tienen algunos de su propia profesión: “Yo soy profesor, no soy educador social ni psicólogo”.
De esta forma, se entiende que existan montones de problemas de convivencia y educativos en el instituto de la serie, subversivos, que nunca se atienden porque no son cuestiones de las materias académicas (en el peor sentido de la palabra), pero que están ahí, en el bajofondo, condicionando la vida del instituto, y que, cuando ocurre un terrible acontecimiento como el asesinato con el que empieza la serie, hacen que todo explote por los aires.
Otra cuestión sobre la que me parece interesante reflexionar —y que en la serie da también para muchos análisis— es la idea que, desde una visión adultocentrista, tenemos de la juventud.
Por un lado, la banalización absoluta de sus preocupaciones vitales. Cuando los adultos vivimos en una sociedad cada vez más loca, que nos pone en situaciones vitales límite, hacemos juicios de valor simplistas sobre las preocupaciones de los y las adolescentes. Somos incapaces de entender que los problemas que experimentamos como adultos son problemas equivalentes, en gravedad, a los que vive un adolescente. Por ejemplo: no encontrar reciprocidad en la persona que ama, las relaciones con sus iguales… Pero a nosotros, los adultos, nos parecen problemas infantiles, sin importancia. No somos capaces de ponernos en su lugar y evocar cómo vivíamos preocupaciones parecidas en nuestra adolescencia y qué gravedad tenían para nosotros y nosotras.
Pero, por otro lado, está la permanente infravaloración —casi desprecio— de la juventud, a la que solemos ver peor que nuestra generación: con menos valores, con un nivel más bajo, todo el día con las redes sociales… Esta visión convive, al mismo tiempo, con unas expectativas enormes que proyectamos en ella. A veces siento que, en una sociedad individualista, capitalista, egoísta, centrada en el “sálvese quien pueda”, rodeada de desinformación… (que, a efectos prácticos, les hemos construido nosotros y nosotras), pretendemos que la juventud sea una especie de seres de luz ajenos a esta sociedad en la que viven, con valores de solidaridad, rigor… Proyectamos en ellos y en ellas una exigencia enorme, mientras que para nosotros y nosotras somos terriblemente indulgentes.
La familia
Dejando de lado el sistema educativo, aún da la serie para muchos más análisis, de los cuales a mí me parecen especialmente interesantes los que conciernen a algunas claves para las familias.
La primera de ellas es, en la línea de la serie, desgarradora por cómo se nos presenta: cuando el padre le dice a la madre, en el capítulo final, “Pensábamos que en su habitación estaba seguro”. Esta certeza de que nuestros hijos e hijas, estando en su habitación, tienen una puerta enorme abierta al mundo —Internet, a través del dispositivo que sea— es cruda, porque plantea la necesidad de que las familias tomemos consciencia de la mayor necesidad, en el mundo actual (quizás como nunca en la historia), de educar a nuestros hijos e hijas en el uso responsable y crítico de Internet y todo lo que representa.
Esto genera un enorme problema de justicia social. Representa una nueva y enorme brecha de desigualdad entre aquellas familias que tienen el capital cultural suficiente para entender la importancia de esta educación y poder llevarla a cabo, y las que no. Es responsabilidad de la sociedad y de la educación pública y obligatoria compensar estas desigualdades culturales de origen. Y esto no puede hacerse si la cultura escolar sigue entendiéndose como describimos en esta pieza. Mucho menos puede reclamarse que “educado se viene de casa”, pues estaríamos reproduciendo y legitimando las desigualdades de origen.
Relacionado con esto, me resulta también útil para la reflexión otra parte de este último capítulo. Cuando el padre le cuenta entre sollozos a la madre cómo, cuando le compraron el primer ordenador, aunque a su hijo se le daban muy mal los deportes, el ordenador les permitía jugar juntos al fútbol y compartir esa afición. Pero, cuando el negocio del padre despega, este ya no puede dedicar tiempo a ese espacio compartido con su hijo.
Y aquí me surgían tres pensamientos: el primero de ellos tiene que ver con las palabras de mi amigo Manuel Jiménez, que siempre pregunta a las familias: ¿Dónde estaba usted durante las 10 horas que su hijo dedica a una actividad —la que sea—? El segundo pensamiento es, de nuevo, sobre la desigualdad entre las familias que puedan, por tiempo, pero también por entender la importancia de este acompañamiento (de nuevo, capital cultural). Y en tercer lugar, el pensamiento sobre las sociedades que hemos construido gracias a este capitalismo salvaje, en las que, para producir y consumir, ya no tenemos tiempo ni para poder compartir con nuestros hijos e hijas, nuestras parejas, el más mínimo rato. Y cuando podemos hacerlo, estamos agotados para que ese sea un tiempo de calidad con ellos y ellas.
Conclusión
Para finalizar, me apetece dejar un pensamiento: ver la serie y concluir que hace falta que la vean los alumnos me parece que es reforzar justo lo que, con un análisis educativo, podemos entender que critica la propia serie: no haber entendido el mundo, las vivencias, las preocupaciones y los significados de nuestro alumnado, de nuestros hijos e hijas.
Como decía “madre chunga” en Twitter: la serie es para que la vean en masa en la formación inicial de todo el profesorado, especialmente de los institutos. Y, en línea con lo que comentaba con un íntimo amigo —director él de un IES—, me parece que un visionado compartido entre familias y profesorado, o mejor aún, entre familias, alumnado, profesorado en ejercicio y futuro profesorado, sería una opción fantástica.
De nuevo, y siempre en estos tiempos que vivimos, la necesidad de colectivizar y hacer comunidad es más urgente que nunca. A ver si, en el discurso educativo, tomamos buena nota también de esto.