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La urgente necesidad de imaginar otros mundos posibles

 Nunca se ha denostado tanto la innovación educativa y, al mismo tiempo, nunca ha sido tan urgente imaginar otras realidades posibles. Frente al discurso apocalíptico que nos venden los medios, necesitamos nuevas experiencias educativas que amplíen los márgenes de lo posible y nos permitan repensar la educación


Una de las mejores cosas que tiene mi trabajo como profesor en una Facultad de Educación es, sin duda, que me permite estar en contacto con multitud de docentes de todas las etapas educativas y con montones de centros educativos que trabajan de forma muy diferente. Especialmente en el caso de nuestra Facultad en Málaga, que tiene una tradición muy asentada (que he tenido el lujo de vivir como alumno y de alguna manera heredar ahora como profesor), de andar muy apegada a colegios e institutos y a los maestros y maestras. A esto súmale que, igualmente, es frecuente que visite y/o trabaje con centros educativos de gran parte del panorama nacional.

En este contexto me encontraba el otro día, charlando con un compañero, excelente maestro de un cole de primaria él, Eloy, cuyo centro público está empezando a diseñar un trabajo por ambientes para implementarlo con su alumnado. Para quien no lo sepa, el trabajo por ambientes es, grosso modo, una metodología muy concreta de trabajo no directivo (con amplia tradición en educación infantil) en la que el profesorado diseña y prepara material y su presentación en diferentes espacios para que el alumnado de diferentes edades (se rompe el grupo clase) pueda experimentar libremente con ellos. Cuando, en un instante de la conversación, Eloy me dijo algo parecido a esto:

“Tú sabes que los profes tienen muchas veces que ver algo concreto para luego, a partir de ahí, irse a la teoría. Si les presentas la teoría, muchas veces no es suficiente para que se lancen a hacerlo. Necesitan ver la práctica ya haciéndose para después acudir a la teoría que hay detrás”.

Y son estas palabras las que motivan la reflexión que te presento en este texto.

El falso dilema entre teoría y práctica

En primer lugar, tengo que reconocer que el debate teoría vs práctica me parece cada vez más equivocado en su planteamiento inicial y, por tanto, menos útil para entender y mejorar el trabajo docente.

Tal y como ya explicaba en otro texto sobre la relación entre teoría, práctica y experiencia, este planteamiento me parece erróneo porque, en realidad, tendríamos que hablar de teoría-práctica como un continuum y no de teoría por un lado y práctica por otro; mucho menos como cuestiones enfrentadas o de naturaleza diferente. Por un lado, porque, tal y como nos decía Inglis (1985), detrás de toda práctica hay una teoría que la determina. Cuestión diferente es que seamos conscientes o no de esa teoría a la luz de la cual interpretamos la realidad y ejecutamos una práctica. Hacer aflorar, por lo tanto, estas teorías para analizarlas y reformularlas de forma más rigurosas debería ser el sentido y el objetivo de una formación de calidad. Ya que, si no, si ejecutamos prácticas sin ser conscientes de las ideas, teorías…, que las determinan, nos convertimos, básicamente, en profesionales de poco valor (Inglis los llama “teóricos estúpidos”).

Pero, además, hay otra cuestión, y es que la teoría nos sirve para ampliar el foco, la mira, hacia dónde deberíamos ir. Si la práctica –entendida como lo que ya se hace con normalidad en nuestras escuelas– fuera la que determinara qué debe enseñarse en la formación inicial, nunca habría progreso en ese campo. La teoría sirve para enseñarnos hacia dónde debemos caminar. Esto, como te imaginarás, es una tensión constante en la formación inicial de docentes y también en la discusión social sobre educación: la falsa disyuntiva entre si las facultades deben enseñar a hacer las cosas que ya se hacen en las escuelas o, también, las cosas que se deberían hacer.

Es por esto que decía que me parece tremendamente tramposo el debate entre teoría y práctica y que este debería estar centrado en entender que ambas cuestiones son indivisibles, dos caras de una misma moneda que necesitamos comprender y analizar para mejorar la docencia y la educación.

Me parece más urgente que nunca abrir vías para pensar e imaginar otros mundos educativos posibles

Pero he de reconocer que Eloy, como es costumbre, explicaba en un lenguaje sencillo algo de tremendo interés: el profesorado necesita ver que se pueden hacer las cosas que esbozamos desde planos teóricos. Necesita ver que se están haciendo en otras escuelas, porque solo así puede romper su sesgo de lo que es posible hacer en una clase. Porque este es el problema muchas veces. No es una cuestión de diferencias teóricas, de visiones educativas, de situarse en paradigmas diferentes de lo que es la educación…, es un problema de lo que he explicado muchas veces: pasamos mínimo 16 años, 6 horas al día, 5 días a la semana como alumnado en el sistema educativo. Mucho más si estudiamos bachillerato, una carrera y un máster, y eso genera una tremenda y potente experiencia, no solo de lo que es la escuela, el rol del docente, del alumnado, las actividades…, sino de lo que es posible o no hacer en ellas, y esto nos configura como docentes.

Y es, por lo tanto, a partir de ahí, a partir de ver y conocer cómo se están haciendo las cosas en otras escuelas –casi un acto de “tocar para creer” como Santo Tomás– cuando puede, entonces sí, acceder a valorar, analizar y construir la teoría que hay detrás de esas prácticas innovadoras. Por lo tanto, estas se tornan como una clave fundamental para que muchas de las cuestiones teóricas permeen la educación y vayan estirando los márgenes de lo que se considera normal e igualmente hace imprescindible los espacios y los docentes comprometidos con la experimentación didáctica.

Innovación educativa: Se busca

En esto andaba yo pensando después de la conversación con Eloy cuando conectaba con una idea que arrastro desde hace bastante: la especie en extinción que representan las buenas y rigurosas experiencias de innovación educativa.

Por un lado, porque hemos regalado el término al mundo neoliberal –qué condena esta, especialmente en educación, la de ir abandonando términos que una vez fueron cargados de nuestros significados–, que se ha encargado, a través de la tecnificación y la tecnologización, de vender como nuevo, bajo el manto de la innovación, el trabajo de siempre (baste como ejemplos el libro digital o las tablets usadas para tomar apuntes) y, en otras ocasiones, lo ha instrumentalizado para justificar reformas sin el respaldo de recursos adecuados o para precarizar aún más la labor docente, convirtiéndola en un acto de voluntarismo.

Por otro lado, por la tendencia –nefasta– a la estandarización, tecnocratización y burocratización de la enseñanza, que tanto terreno ha ganado en los últimos años y que mantiene al profesorado como pollo sin cabeza, aplicando recetas estándar y rellenando papeles cuya única finalidad es alimentar la ingeniería curricular de nuestras leyes educativas y cuya misión, como ya nos advertían Gimeno (1982), Contreras (1997) o Gertrúdix (1999), es justo alienar el pensamiento docente: mantenerlo pendiente de cómo rellenar las programaciones (diseñadas como auténticos laberintos mentales) en lugar de estar pensando en el auténtico foco del trabajo educativo: ¿qué hago mañana en mi aula para que todo mi alumnado aprenda lo máximo posible?

Esto convierte en el bien más preciado entre el profesorado algo que es un síntoma del momento en que vivimos: el tiempo. Esta situación al mismo tiempo que, como decíamos, aliena el pensamiento del profesorado, estrecha cada vez más la visión del mundo y la concepción de lo que es posible en un aula y en la educación.

La administración se aferra a la ilusión del control y olvida que la innovación requiere tiempo: tiempo para pensar, crear, discutir y conectar ideas. Sin él, no hay espacio para imaginar cómo debe ser la educación ni para experimentar cambios reales en el aula.

Se habla mucho en la actualidad del papel que tienen los espacios de aburrimiento en la actividad creativa. Igual que defiendo esos espacios para el alumnado en las escuelas, creo que estos son imprescindibles también para el profesorado de esas escuelas. Sin embargo, el mundo capitalista en el que vivimos se niega a conceder ni un solo minuto del tiempo de sus trabajadores y trabajadoras que no esté sometido a productividad permanente como axioma de vida. Esta aburrido se plantea como una pérdida de tiempo.

Por otro lado, la innovación también está muerta en el discurso académico. La estandarización, combinada con el cientificismo en la vida universitaria, ha convertido en prácticamente la única consideración de artículos científicos válidos aquellos que usan metodología experimental, dejando de lado, casi relegados al ostracismo y con el sello de poco valor científico, a las reflexiones teóricas, pero también a las experiencias de innovación. Esto es especialmente sangrante en el caso de la educación que, como sabemos, es una ciencia social y en la que los métodos experimentales no son, a priori, los más adecuados.

Para hacerte una idea de la gravedad del asunto, hace unos años hicimos una investigación (Fernández Navas, Alcaraz Salarirche y Pérez Granados, 2021) en la que examinamos y catalogamos todos los artículos publicados por las principales revistas científicas de educación para ver qué metodología predominaba de forma mayoritaria en lo que se publicaba y, de paso, aprovechamos para ver cuántos eran de experiencias de innovación.

Entre el período de 2015 a 2019, de un total de 462 artículos examinados, repartidos en tres revistas diferentes, solo un 1 % eran experiencias de innovación educativa.

Esta ausencia de experiencias de innovación educativa es, a mi juicio, tremendamente nociva.

Frente al discurso apocalíptico que solo genera frustración, necesitamos un horizonte de posibilidad: "sí se puede" y, más aún, "podemos pensar juntos en cómo hacerlo"

En el mundo en el que vivimos, convulso e inestable, con ideas cada vez más derechizadas y con temas normalizados en los debates públicos que entran en conflicto directo con los derechos humanos (racismo, xenofobia), con un régimen de guerra y un “fascismo de mercado” cada vez más presente —como dice Sánchez Cedillo—, en el mundo del tecnofeudalismo, el marco mental del apocalipsis, del “nada funciona”, del “todo se va a la mierda” es, sin duda, el peor de los escenarios. Porque si todo se va a la mierda, ¿por qué voy a preocuparme por cuestiones como la justicia social, lo colectivo, la sanidad, la educación…? Si todo se va a la mierda, el marco mental predominante es el “sálvese quien pueda”, y este marco nos desconecta directamente de lo colectivo, de lo social, para situarnos únicamente en lo individual. Y es aquí, como explicaba en otro texto para este mismo diario, donde aparecen los monstruos, mientras nosotros observamos atónitos y atónitas cómo la realidad diaria que vivimos se asemeja cada día más a una distopía.

En este sentido, mi impresión es que los discursos de izquierdas deben ser discursos posibilistas, conectados con la esperanza, con el “sí se puede”, puesto que solo desde ahí podemos pensar en un mundo mejor para todos y todas, que conecte con ideas de colectividad y de lo social y, por lo tanto, los discursos educativos de izquierdas deben centrarse en crear, difundir, imaginar -y administrar y potenciar espacios para ello– otras formas de educar posibles: innovación educativa de calidad y rigurosa.

Romper los límites de lo posible en la enseñanza

Es por ello que me parece más urgente que nunca abrir vías para pensar e imaginar otros mundos educativos posibles. Invertir tiempo en tratar de escapar de los paréntesis mentales que representa el pensamiento hegemónico educativo y empezar a imaginar, lo más libremente posible, cómo creemos que deben ser las cosas.

Esto no solo es válido para imaginar que otra educación es posible. Sirve para pensar que otra concepción del mercado —y desde otras lógicas— es posible, que otra Europa y que otra conciencia del derecho internacional es posible, … o tantas otras cosas que, en la actualidad, estamos viendo resquebrajarse en su sentido tradicional y que toca repensar en profundidad.

A partir de aquí, hay muchas tareas pendientes que debemos abordar si queremos fomentar que, en educación, florezcan experiencias de innovación rigurosas y con sentido.

En primer lugar, lo obvio: toca descargar al profesorado de tareas burocráticas y apostar por dejar de lado la ingeniería curricular en las reformas educativas, que siempre sitúan la enseñanza desde una visión tecnocrática. Lo mismo ocurre con la estandarización de la educación: urge huir de ese marco y volver a la idea de conocimiento situado, conectado a la autonomía de los centros y la comunidad educativa.

En segundo lugar, es urgente —y muy sencillo— apostar por la transferencia de experiencias. Contamos ya con centros y docentes de todas las etapas educativas, a lo largo de toda la geografía nacional, que están haciendo trabajos interesantísimos. Hace falta buscar y potenciar desde la administración espacios y formas para que estas prácticas puedan extenderse a otros centros educativos. Esto, de nuevo, es incompatible con algunos intentos de fomentar esta transferencia que se han llevado a cabo y que han sido diseñados desde la tecnocracia.

En tercer lugar, hay que establecer formas de que el profesorado en ejercicio se agrupe por proyectos educativos. Fomentar mecanismos para que docentes con ganas de emprender proyectos de innovación, desde una visión compartida de la educación, puedan agruparse es, a mi juicio, una medida clave para facilitar el florecimiento de experiencias innovadoras.

Otra cuestión que siempre me ha parecido factible y que requeriría pocos recursos es la de favorecer, por un lado, la participación del profesorado de las facultades de educación en los proyectos de innovación de colegios e institutos (ha habido varios intentos en este sentido, aunque todos han sido planteados desde una visión puramente tecnocrática) y, por otro, la posibilidad de intercambios durante un curso escolar. Sería fantástico que un profesor de universidad pudiera irse a un colegio durante un año y que un maestro pasara ese mismo tiempo en la universidad: un win win en toda regla.

Conclusión: Urge imaginar otros mundos posibles

Pero más allá de las cuestiones logísticas y de las medidas concretas, sí que me parece imprescindible que entendamos que es urgente, especialmente en educación, dejar volar la imaginación para pensar cuáles son las finalidades de la educación pública y obligatoria y qué formas podríamos experimentar para lograrlas. Frente al discurso apocalíptico que solo genera frustración, necesitamos un horizonte de posibilidad: "sí se puede" y, más aún, "podemos pensar juntos en cómo hacerlo".

Está más que popularizada en la actualidad la famosa frase de Gramsci:

“El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

Pero yo, por ser coherente con la necesidad de conectar nuestros discursos en un marco de posibilidad, añadiría:

“El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”… y las oportunidades para pensar y experimentar nuevos mundos posibles en los que esos monstruos sean imposibles.