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¿Dónde está Franco?

 Miguel Ángel Llamas 


El presidente Sánchez anunció el pasado mes de diciembre que el Gobierno impulsará en 2025 la conmemoración de los cincuenta años de “libertad en España”, coincidiendo con las cinco décadas que han transcurrido de la muerte del dictador Franco y el inicio de la transición. Al primero de esos actos, celebrado en el Museo Reina Sofía el 8 de enero, el rey no acudió por “razones de agenda”, según informaron varios medios de comunicación. Más recientemente, Podemos ha lanzado la campaña ¿Dónde está Franco? para anunciar la ruta Hacia la república. Acabar con el franquismo 50 años después, que también implicará la realización de actos por toda España.

La memoria democrática es todavía una asignatura pendiente en España

Más allá del innegable peso simbólico del año de la muerte del dictador, la fecha suscita un legítimo debate historiográfico y político sobre la pertinencia de su conmemoración. Franco murió en la cama, suele sintetizarse, de resultas que puede cuestionarse la propia existencia de un orgullo democrático asociado a dicha fecha, y ello también permite explicar la singularidad del proceso de transición y las debilidades e insuficiencias del actual sistema constitucional.

La memoria democrática es todavía una asignatura pendiente en España. El trabajo del movimiento memorialista fue clave para que el presidente Zapatero, que supo leer la sociedad de su tiempo de gobierno, impulsara la conocida como ley de memoria histórica, que no llevaba tal nombre. Me refiero a la hoy derogada Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura. Aquella tímida ley provocó una reacción furibunda de la derecha, a pesar de que ni siquiera cuestionaba el relato de la transición.

Las notorias insuficiencias de la ley de memoria histórica dieron paso a la aprobación, ya con el primer Gobierno de coalición, de la Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, una norma más avanzada y que mejora algunas de las insuficiencias de la anterior.

Sin embargo, como he explicado en un breve artículo en la revista italiana Diritti Comparati, la Ley de Memoria Democrática no garantiza adecuadamente los principios de verdad, justicia, reparación y no repetición. Por ejemplo, el principio de justicia no se materializa, ya que sigue sin modificarse la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía, que opera de facto como una ley de punto final. Concluía entonces: “A pesar de que la Ley no ha colmado las expectativas del movimiento memorialista, sí puede interpretarse como un sólido avance, aun no definitivo, para la protección de las víctimas y, sobre todo, para la articulación de una política integral de memoria democrática orientada a la convivencia democrática y a la profundización de los valores constitucionales. Al mismo tiempo, la ausencia de consenso sobre una iniciativa de mínimos democráticos revela la fragilidad de las bases fundantes del sistema constitucional de 1978 en un contexto internacional en el que las democracias se encuentran amenazadas. Ni siquiera esta opinión final puede considerarse hegemónica en la comunidad jurídica española, poco dada a abrazar la memoria democrática”.

Es necesario hacer una mayor pedagogía sobre la incrustación del franquismo en el poder español. El franquismo impregna también el poder administrativo y, en particular, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado

Tres años antes, la retirada de los restos de Franco de Cuelgamuros no fue interpretada correctamente por analistas y medios de comunicación. Aquel acto tuvo una solemnidad que evocaba un homenaje. Lo que podría haber sido un acto ejemplar de memoria democrática no hizo sino revelar que el miedo al Franco continúa muy vivo.

Con todo, el problema de la persistencia del franquismo en nuestro sistema político no se solventará solo con una idónea política de memoria democrática. La campaña ¿Dónde está Franco? acierta al diagnosticar que la dictadura franquista pervive en la institucionalidad pública y en la configuración de las élites económicas. España necesita una profunda transformación democrática, para lo que es preciso tomar conciencia del pasado y planificar numerosas e integrales reformas que democraticen los poderes públicos y privados, a pesar de la dificultad ―pero también para enfrentarla― que entraña la actual ofensiva reaccionaria de alcance global y estatal. Cada vez más sectores progresistas se percatan de que la monarquía no es solo una herencia institucional de la dictadura, sino un actor político con agenda propia que perpetúa la lógica de la corrupción y conspira contra el principio democrático. De manera similar, crece la conciencia sobre el rol político reaccionario de un poder judicial que necesita una auténtica refundación democrática.

Pero es necesario hacer una mayor pedagogía sobre la incrustación del franquismo en el poder español. El franquismo impregna también el poder administrativo y, en particular, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Los privilegios de la Iglesia, la segregación educativa, los candados de la organización territorial, la sistematicidad de la corrupción o la sumisión exterior a Estados Unidos son problemas enquistados que no se entienden sin la persistencia del bloque de poder que hizo posible la dictadura e imposible la ulterior ruptura democrática. Algo parecido puede decirse de la desigualdad estructural y del modelo productivo que padecemos. Sin obviar el influjo de décadas de globalización neoliberal, la perpetuación de un poder económico putrefacto ―nacido de la acumulación totalitaria y renuente a la innovación― continúa mermando el desarrollo socioeconómico. La falta de acceso a la vivienda y el urbanismo desenfrenado también tienen inveteradas raíces franquistas. ¿Nos limitamos a conmemorar la muerte de Franco o impulsamos la democratización pendiente del poder español?