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Trump es presidente… ¿y ahora qué?

 Ya es un hecho. Donald Trump ha jurado como presidente de Estados Unidos… ¿de qué sirve la narrativa del miedo entre la izquierda?


Sí, Donald Trump ha jurado como presidente por segunda vez. El líder republicano ha iniciado su segundo mandato con un mayor poder interno en el partido, sin contrapesos reseñables en el campo de la derecha estadounidense y con un bloque histórico al que ya se suman las grandes tecnológicas. Trump podrá impulsar sin cortapisas su agenda reaccionaria y su política exterior agresiva, sobre la que ya ha afirmado que será el retorno del expansionismo estadounidense.

Frente a esto, los medios del orden liberal-progresista en Europa han insistido en la línea histórica contra el trumpismo: señalar sus excentricidades y abusos como lo central e inadmisible. De esta forma, y mediante un abuso sistemático de la narrativa del miedo y el asombro, el ecosistema mediático europeo continúa conformando un relato histórico según el cual Trump es un “error”. Esta lógica del susto permanente y de la indignación como placebo no solo impide una comprensión estructural del fenómeno trumpista y del auge de las extremas derechas en Occidente, sino que es, además, paralizante en clave política.

El quiebre de las instituciones y los consensos del “orden basado en reglas” proviene esencialmente del campo de la derecha

En realidad, Donald Trump —más concretamente, la nueva fase del trumpismo como fuerza hegemónica— es una consecuencia de la fragmentación acelerada del orden liberal occidental. El quiebre de las instituciones y los consensos del “orden basado en reglas” proviene esencialmente del campo de la derecha. Paradójicamente, la emergente derecha radical impugna las instituciones fundacionales de su orden político justamente en base a una supuesta defensa de los valores esenciales de ese mismo orden.

El genocidio en Gaza, los discursos autoritarios de la ultraderecha europea, la consolidación de la mentira como forma legítima de intervención en la vida pública… todos estos procesos tienen una fuerza motriz: la impugnación de las instituciones liberales. Además, el giro de Silicon Valley en favor de Trump refuerza los discursos negacionistas, reaccionarios, autoritarios y violentos... sencillamente porque ahora los apoyan los dueños de las principales plataformas de construcción y difusión de ideología.

La batalla cultural de los Trump, Musk, Milei, Kast o Le Pen ha sido tan agresiva como efectiva. A medida que eran capaces de introducir nuevas discusiones, nuevos conceptos y nuevas narrativas (cada cual más ultra que la anterior), desplazaban un poco la ventana de lo aceptable. Trágicamente, la izquierda socialdemócrata europea entendió que la mejor forma de confrontar el auge del relato ultraderechista era atrincherarse en la defensa del propio orden liberal.

La disputa inicial por defender la institucionalidad liberal se saldó con una derrota frente a los reaccionarios

Aunque en un principio podía parecer inverosímil que los “locos” que decían idioteces y gritaban mentiras lograsen gobernar en Estados Unidos, Italia o Argentina, lo cierto es que lo consiguieron. La disputa inicial por defender la institucionalidad liberal se saldó con una derrota frente a los reaccionarios. Y la primera victoria de este sector fue en el campo de las ideas… o, más específicamente, de los relatos. La ultraderecha fue capaz de instalar que la verdad no tiene un valor per se y que, de hecho, la única realidad es la acumulación de fuerzas.

Hoy, la izquierda se halla frente a una tesitura dolorosa y compleja. Donald Trump ya es presidente, lo será hasta 2029 y, ciertamente, es probable que no sea la última gran victoria electoral de la ultraderecha. Frente a esta innegable realidad, el miedo y la frustración se han apoderado de sectores de la izquierda, en cierta medida como consecuencia de un marco narrativo pesimista y totalizador entre la prensa europea.

Y… ¿Qué hacer? Pasar a la ofensiva. El bloque progresista debe ir más allá de la defensa dogmática de un orden liberal que se ha demostrado insuficiente para amplias capas de las clases trabajadoras en Europa, América Latina y Norteamérica. El liderazgo de proyecto político, de diputa cultural y de respuesta a las violencias ultraderechistas deben asumirlo quienes quieren efectivamente dar estas batallas. Recular para contentar a una ultraderecha en ascenso es una trampa: tan pronto consiguen que aceptes alguno de sus marcos, empiezan a presionarte nuevamente para que aceptes el siguiente. Y, así, hasta el final.

Por supuesto, lo que se ha demostrado incapaz de frenar a los ultras es erigirse como los defensores pasivos de un orden que muere y que casi nadie parece interesado en salvar. La respuesta de la izquierda contra la ultraderecha debe ser propositiva y agresiva, señalando las contradicciones de clase de una oligarquía sin más valor que sus herencias que intenta convencer a la mayoría para movilizarse contra sus propios intereses. Pero, además, la agenda debe romper con el paradigma anterior, que no solo fue incapaz de satisfacer las demandas de las mayorías sociales, sino que generó la frustración que fue condición de posibilidad para la coyuntura reaccionaria actual.