El de Íñigo Errejón no es el único nombre que ha corrido por la redes sociales en los últimos meses. Y no es Elisa Mouliaá la única mujer que ha denunciado actos de violencia sexual. Ella es la que lo ha llevado —a uno de ellos, Errejón— ante los tribunales. Pero hay más, hay casos de periodistas, actores, directores, científicos, empresarios, cantantes, etc. cuyos nombres han aparecido en las redes para después desaparecer como por arte de magia. Pero la magia no existe. Existen el poder y el dinero, existen el miedo y la precariedad. Vamos, lo de toda la vida.
A veces me preguntan: “¿Y qué fue del caso de Fulanito, que quedó en nada?”. A veces la pregunta viene de una de las víctimas que hizo público su relato, una que lo difundió en una red social, quizás desde su propia cuenta, quizás desde una cuenta común que le garantizara la confidencialidad. En la pregunta se les nota confusas, desconfiadas. “¿Qué ha pasado?”, preguntan. “Éramos varias, ¿no?”. Me dan ganas de responder que también los testimonios contra Errejón eran varios y ahí está Mouliaá temblando sola ante el juez Carretero, antes los mastuerzos de las redes sociales, ante los medios inmisericordes de comunicación.

Lo que pasa, lo que ha pasado en muchos casos se llama “burofax", y tiene que ver con la condición de extrema precariedad de las víctimas y la situación de poder de los señalados como violentos.
Una mañana te despiertas con el burofax de un despacho de abogados en el buzón donde te dice que retires inmediatamente lo que has dicho sobre su representado o te la verás con la justicia. No hace falta ser muy avispada para entender que se trata de una demanda contra el honor. Normalmente lo dicen ellos mismos. Una demanda contra el honor es pasta, mucha pasta. Claro que la idea de mucha o poca pasta es relativa. Supone mucha, muchísima pasta para la becaria o la recién licenciada periodista o la aspirante a un papel en una obra. Desde luego, no debe de resultar tanta para el hombre que contrata los servicios jurídicos encargados de amedrentarlas.
Y aquí entran las dos cuestiones que se suelen pasar por alto en la revisiones que hacemos de los casos de la violencia macho: el miedo económico y sobre todo la cuestión de clase. En la inmensa mayoría de los casos de hombres conocidos, o populares, estamos hablando de abuso de poder expresado en forma de violencia sexual. La posición de ellos es relevante, como la juventud y situación de ellas en lo más bajo de las jerarquías laborales, económicas o políticas.
Cada vez que he recibido uno de esos burofaxes o comunicados “legales” de cualquier tipo, he pensado “ah, pajarito, no dan tu nombre, pero es evidente que te reconoces en el agresor que describen. Si no, ¿por qué me mandas a tus perros?”. Y después, también he pensado: “Es, pues, cuestión de tiempo. El susto dura lo que dura, y nunca es mucho cuando vamos juntas”.