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Mujeres con problemas: el cine de David Lynch

 El cine de David Lynch contemplado desde su percepción del subtexto de violencia brutal, que subyace a la aparente normalidad de las relaciones sociales, políticas, familiares y conyugales y más concretamente de su lectura de la violencia hacia las mujeres


La primera película que David Lynch vio en su vida a la edad de 6 años fue un melodrama de 1952 del director Henry King, titulado Wait Till the Sun Shines, Nellie. Rodada con una paleta de intensos tonos naranjas centelleantes y azules nocturnos profundos, la película reconstruye la prehistoria de esas pequeñas ciudades estadounidenses, que las propias películas de Lynch analizarían más tarde con toda minuciosidad. En la película, un barbero abre una peluquería a mediados de la década de 1890 en un pequeño asentamiento de Illinois, cuya evolución a lo largo de medio siglo de crecimiento y modernización seguimos de cerca. Los desastres se suceden ineluctablemente en la vida de este hombre: cuando su esposa descubre que su marido le ha mentido para retenerla en esa ciudad desprovista de todo futuro, huye a Chicago, donde muere en un accidente ferroviario; su hijo regresa de la Primera Guerra Mundial tan habituado a matar que se une a grupos criminales y encuentra su propio y violento final. La crítica Gina Telaroli ha considerado congruente que la primera incursión de Lynch en una sala de cine fuera para ver una película sobre este tipo de pecados domésticos soterrados. La película parece intuir algo ominoso latente bajo su superficie. «Deseo que nunca os hagan daño y deseo también que nunca hagáis daño a nadie», dice el barbero viudo a sus hijos en la víspera del año nuevo de 1900. «Vais a entrar en una época maravillosa: el siglo XX».

Las películas de Lynch están en deuda con el melodrama, caracterizado por su extravagancia emocional, por sus yuxtaposiciones extremas de inocencia y maldad y, sobre todo, por sus heroínas maltratadas y exaltadas. Pero Lynch, fallecido el pasado 15 de enero a los 78 años, prefería encuadrar gran parte de su obra dentro de un género distinto. «Básicamente, se trata de películas de misterio», le dijo a Chris Rodley en la colección de entrevistas incluidas en el volumen Lynch on Lynch (1997) al referirse a su neonoir de Los Ángeles Lost Highway (1997). Twin Peaks, la serie de televisión que supervisó junto a Mark Frost entre 1990 y 1991, que se transformó en una larga precuela desgarradora en 1992 y que se cerró con una tercera entrega cargada de muerte en 2017, era en última instancia, en su opinión, la historia de «un asesinato envuelto en una película de misterio». Blue Velvet (1986), su primera alegoría de la brutalidad suburbana, era «un sueño de deseos extraños envuelto en una historia de misterio».

¿Qué tipo de misterios son estos? A menudo giran en torno al descubrimiento de un cadáver o de una parte del mismo: una oreja cortada en Blue Velvet, una mujer carente de relaciones encontrada en su apartamento en Mulholland Drive (2001), el torso de John Doe con la cabeza de Jane Doe en Twin Peaks: The Return (2017), el cadáver de Laura Palmer flotando de vuelta a Twin Peaks, «envuelto en plástico». Estos misterios manifiestan un interés morboso por la muerte y el gore, frecuentemente acotado con afirmaciones ácidas y perentorias («Sí, es una oreja humana, eso seguro»). Las películas bombardean al espectador con pistas, cifras y sentencias enigmáticas. Un ejemplo típico se encuentra en Mulholland Drive, en la figura de un hombre sin cejas identificado solo como «el vaquero», quien hace una profecía a un desconcertado director de Hollywood: «Me verás una vez más, si te comportas correctamente. Me verás dos veces más, si no lo haces» Lo vemos dos veces más.

Estas películas están repletas de panoplias bien surtidas de posibles sospechosos, de testigos, de personajes accesorios y de lo que la crítica Jenny Turner, escribiendo en otro contexto, denomina «fuerzas ctónicas autónomas»: figuras casandrinas desquiciadas, que aparecen anunciando catástrofes futuras; animales como los escarabajos y petirrojos, que libran batallas alegóricas en Blue Velvet; guías espirituales benévolos, como la «mujer del leño» de Twin Peaks; presencias acechantes rebosantes de maldad, como el joven que lleva una máscara de papel maché tocada de una larga nariz en Twin Peaks: Fire Walk With Me (1992), o el «fantasma» que realiza visitas espeluznantes a lo largo de Inland Empire (2006). La cámara suele flotar entre estos puntos de vista. A veces se eleva por encima de las figuras humanas como un demiurgo vigilante, otras veces adopta su propia perspectiva inestable utilizando la cámara en mano que oscila y en ocasiones se arrastra por el suelo como un niño o un insecto. Un año después del estreno de Blue Velvet, Cindy Sherman elogió ante Gary Indiana los «ángulos de cámara de Lynch, filmados desde muy abajo, prácticamente a ras de suelo, verdaderamente horribles, construidos alrededor de estos primeros planos de la decadencia».

Las películas resultan tan perturbadoras precisamente no porque se presten a una proliferación de interpretaciones, sino porque envuelven pistas, cifras y alegorías alrededor de un núcleo duro y no ambiguo de crueldad y dolor

Surge la tentación de intentar conectar las pistas, de encontrar el código maestro que haga que todo ello cobre sentido. Se ha convertido en un cliché, al escribir sobre Lynch, advertir contra esa tentación, insistiendo en que el enigma nunca puede resolverse, que las películas solo revelan su lógica inquietante e inefable cuando se abandona la búsqueda de decodificación. Sin embargo, hay sorprendentemente poca ambigüedad en el núcleo del Lynchworld. Las películas resultan tan perturbadoras precisamente no porque se presten a una proliferación de interpretaciones, sino porque envuelven pistas, cifras y alegorías alrededor de un núcleo duro y no ambiguo de crueldad y dolor.

Más de la mitad de sus diez largometrajes se centran, con una especie de horror cargado, en la violencia contra las mujeres

La violencia abunda profusamente en las películas de Lynch: los personajes secundarios suelen encontrar finales terribles de forma casual, como si el asesinato y el sadismo fueran inherentes a su entorno. Sin embargo, más de la mitad de sus diez largometrajes se centran, con una especie de horror cargado, en la violencia contra las mujeres. Un padre abusa y asesina a su hija; un esposo celoso mata a su esposa; una mujer, llevada a la desesperación por hombres grotescos, contrata a un sicario para que elimine a su amante. Personajes como Laura Palmer (Sheryl Lee), Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) y Nikki Grace (Laura Dern) dominan sus respectivas películas tanto por la ferocidad de su resistencia como por la intensidad de su sufrimiento, que estas presentan repetidamente como la base de una pirámide de explotación. El violador de Dorothy maneja redes de corrupción en la pintoresca ciudad de Lumberton, que involucran a la policía local; el padre de Laura realiza trabajos legales para el magnate local de Twin Peaks.

Cuando Rodley le preguntó, si durante su infancia había «le habían dado miedo muchas cosas», Lynch le respondió que cuando era niño se sentía «verdaderamente desazonado. Pensaba: “Las cosas no deberían ser así”, y eso me preocupaba profundamente»

El misterio, pues, es de dónde procede toda esta violencia. «¿Por qué –pregunta el ingenuo joven Jeffrey (Kyle MacLachlan) en Blue Velvet– hay tantos problemas en este mundo?». Tres décadas después, en un episodio particularmente atroz de Twin Peaks: The Return, Janey-E (Naomi Watts) lo repite: «¿En qué clase de mundo vivimos donde la gente puede comportarse así?». Si estas preguntas suenan infantiles, quizá sea porque, para Lynch, lo eran. Cuando Rodley le preguntó, si durante su infancia había «le habían dado miedo muchas cosas», Lynch le respondió que cuando era niño se sentía «verdaderamente desazonado. Pensaba: “Las cosas no deberían ser así”, y eso me preocupaba profundamente». Era como si esa desazón nunca lo hubiera abandonado, como si todos los adornos góticos, surrealistas, cómicos y fantásticos fueran formas de metabolizar una violencia demasiado cruda y literal para procesarla de otro modo.

Lynch recordaba su infancia con una mezcla de cariño y terror. Nacido en Montana en 1946, hijo de una madre de Brooklyn y un padre que trabajaba para el Departamento de Agricultura del gobierno estadounidense, su familia se mudó con frecuencia, primero por el noroeste (Sandpoint, Spokane, Boise) y luego hacia el sur (Durham, Alexandria). Lynch fue un niño de la década de 1950, «una década fantástica en muchos aspectos», según le contó a Rodley. La música de esa época marcó el tono de sus películas: un gánster de además suaves, maquillado, silabea en silencio «In Dreams» en Blue Velvet; Nic Cage le canta a Laura Dern enfundado en una chaqueta de piel de cocodrilo en Wild at Heart (1990); un grupo femenino interpreta Sixteen Reasons en un escenario de Mulholland Drive. Pero lo que sobre todo le llamó la atención a Lynch fueron los coches. «Los diseñadores realmente se lucían con aletas, cromo y cosas increíbles. La potencia del motor era algo fundamental […]. Los coches antiguos soportaban un choque, pero las personas dentro quedaban, ya sabes, ¡mutiladas!».

«Aprendí que justo debajo de la superficie existe otro mundo», explicó a Rodley. «Hay bondad en los cielos azules y en las flores, pero otra fuerza –un dolor salvaje y la decadencia– también acompaña absolutamente todo»

Su confortable vida se hallaba atravesada, como Lynch percibió una y otra vez, por hechos perturbadores. Durante una visita a la familia de su madre en Brooklyn, descubrió que su abuelo era propietario de un edificio de apartamentos «que no tenía cocinas», lo cual obligaba, al menos a uno de sus inquilinos, a cocinar sus huevos con una plancha de ropa. «Aprendí que justo debajo de la superficie existe otro mundo», explicó a Rodley. «Hay bondad en los cielos azules y en las flores, pero otra fuerza –un dolor salvaje y la decadencia– también acompaña absolutamente todo».

Lynch fue pintor antes que cineasta, estudió arte en Washington DC, realizó un breve recorrido por Europa junto a su amigo y futuro diseñador de producción Jack Fisk, y trabajó en varios empleos ocasionales (enmarcador, conserje, portero). En 1965 tanto él como Fisk se matricularon en la Academy of Fine Arts de Pensilvania, donde Lynch conoció a su primera esposa, tuvo a su primer hijo y comenzó a realizar cortometrajes.

A menudo afirmaba que para su ópera prima, Eraserhead (1977), se había inspirado en los años en los que vivió en una de las áreas industriales económicamente deprimidas de la ciudad: «Siempre digo que es mi Philadelphia Story». Sin embargo, gran parte de este largometraje en blanco y negro transcurre en una única habitación claustrofóbica, con iluminación tenue y paredes desnudas. Allí vemos a Henry (Jack Nance) esforzarse por cuidar a su bebé monstruoso, desprovisto de piel, soñar con mutilaciones corporales y escuchar las serenatas de la «mujer del radiador», quien le recuerda que «en el cielo todo está bien». Originada como el proyecto de tesis de Lynch en el recién inaugurado programa de posgrado del American Film Institute, Eraserhead cimentó su reputación en el circuito emergente de las midnight-movies, esto es, las películas de bajo presupuesto emitidas en las televisiones locales en la franja de programación nocturna justo cuando sus colegas del New Hollywood se estaban integrando en esos momentos en el circuito más convencional. (A pesar de su lógica onírica, Eraserhead también parte de una premisa literal y desprovista de ambigüedades. Hace como quince años, me encontraba trabajando en una tienda de videos, que lucía un enorme póster de la película en las escaleras; un día, una niña de 7 u 8 años le preguntó a su padre de qué trataba la película. «Es sobre el miedo a la paternidad», respondió él instantáneamente).

Cuando Lynch realizó Eraserhead, ya vivía en Los Ángeles, donde permanecería el resto de su vida. Su primer largometraje fue también su despedida del nordeste de Estados Unidos; la geografía de sus películas posteriores incluiría las tierras madereras de Carolina del Norte (Blue Velvet), el desierto texano (Wild at Heart), las regiones agrícolas de Iowa y Wisconsin (The Straight Story, su road movie producida por Disney en 1999), los pueblos madereros del noroeste del Pacífico (Twin Peaks), y las áreas suburbanas de Las Vegas (Twin Peaks: The Return). Para Lynch el centro gravitacional del país no era Nueva York, sino Los Ángeles, escenario de sus tres películas más ambiciosas, que filmó con una familiaridad y confianza distendidas. Cuando David Foster Wallace visitó el set de Lost Highway, la primera entrega de la trilogía informal de Lynch sobre Los Ángeles, preguntó a varios miembros del equipo sobre el significado de la película. «Léete City of Quartz», respondió uno de ellos. «De eso trata esta película, dicho en pocas palabras».

Después de una segunda película bien recibida en 1980 (The Elephant Man) y un costoso fracaso cuatro años después (Dune), su productor, Dino de Laurentiis, preso de la desesperación, le dio un presupuesto mínimo para que hiciera Blue Velvet a su antojo. Esta obra estableció el modelo para el resto de su carrera: el curioso universitario interpretado por MacLachlan se ve envuelto emocionalmente tanto con una soñadora inocente (Laura Dern) como con una cantante de club nocturno prisionera de un mafioso sádico, que había secuestrado a su esposo y a su hijo. Lynch quizá nunca haya realizado un melodrama más directo. En el papel de la traumatizada Dorothy Vallens, Rossellini podría estar protagonizado una tragedia pre-code como Frisco Jenny (1932) o Torch Singer (1933), canalizando la agonía de su personaje en una especie de feroz autoridad.

Aparte de un puñado de inquietantes secuencias oníricas, Blue Velvet estabiliza su contenido violento de una forma relativamente convencional. Cuatro años después, Twin Peaks, que se estrenó en ABC, presentó por el contrario su historia de abuso en lo que se convertiría en el molde surrealista distintivo de Lynch: un elenco amplio de pequeños monstruos y cómicos excéntricos, una alineación igualmente variada de fuerzas sobrenaturales, una serie de escenarios inolvidablemente sobrenaturales (el más famoso, la «habitación roja» con suelo en zigzag y cortinas) y una cierta libertad no lineal con el tiempo y el espacio. Aquí, la heroína trágica era una ausencia estructural, asesinada antes de que comenzara la serie.

Únicamente en Twin Peaks: Fire Walk with Me Lynch intentó finalmente imaginarla. La película fue recibida con una respuesta extremadamente negativa. «Quizá –especuló Rodley ante Lynch– el problema fue que, al centrarse en los últimos siete días de Laura Palmer, la película recordó a la gente que en el centro de Twin Peaks había una historia de incesto y filicidio». («Tal vez», respondió Lynch). El público también puede haberse sentido incómodo con la forma fragmentada de la película: los extraordinarios colapsos viscerales de Sheryl Lee desencadenan constantes superposiciones frenéticas y cortes hacia cuadros inexplicables. Twin Peaks: Fire Walk with Me nunca parece una representación literal del trauma disociativo de Laura; de hecho, da la impresión de que el mero acto de mostrar su sufrimiento ejerce tal presión sobre la película que esta comienza a deshilacharse por sus costuras.

En Lost Highway y Mulholland Drive la presión llega a ser tan intensa que parte las películas por la mitad. Ambas películas se desarrollan en dos secciones, cada una protagonizada por los mismos actores en papeles diferentes o como variaciones de un tema. En cada uno de los casos pasamos de una parte, de una realidad, a otra, cuando la cámara hace un zoom hacia un campo de oscuridad y una figura pálida y espectral nos invita al otro lado. Ambas películas también yuxtaponen una historia sórdida de asesinato en Los Ángeles con una narrativa más onírica y romántica. Realidad y fantasía, entonces, pero incluso las secciones de fantasía parecen acosadas por pensamientos desazonadores. Durante las dos primeras horas de Mulholland Drive, la alegre e ingenua aspirante a actriz interpretada por Naomi Watts –recién llegada a Los Ángeles desde Deep River, Ontario– sigue vislumbrando, tras un velo, a la mujer destrozada y nihilista en la que se convertirá o en la que ya se ha convertido.

Cuanto más porosas y fragmentadas formalmente se volvieron sus películas, más se alargaron y más digresiones, tramas secundarias y personajes incidentales incorporaron. La violencia ha desbordado sus límites y se ha filtrado en la totalidad de las vidas de otros personajes aparentemente no relacionadas con los personajes principales. (Mulholland Drive, por ejemplo, dedica parte de su primera media hora a una prolongada y nauseabunda escena de asesinato y al encuentro de un hombre nervioso con una figura desgreñada y escabrosa detrás de un restaurante llamado Winkie’s). Además, la violencia corrompe, literalmente, el tejido social más amplio: Lost Highway y Mulholland Drive imaginan Los Ángeles como una ciudad sometida a gánsteres inescrutables, que golpean a las personas por hacer maniobras indebidas en la carretera o escupen su café, si este no cumple con sus estándares.

Inland Empire, el último largometraje de Lynch, no solo está dividido en mitades, sino en cuartos, o incluso en octavos. El personaje de Dern, otra actriz, acepta un papel en una producción cinematográfica maldita y comienza a sentir cómo se desdibujan los límites de su identidad. A lo largo de la película, filmada en video digital de baja fidelidad, a menudo en primeros planos extremos, un rango cada vez más amplio de mujeres empieza a hablar a través de ella: trabajadoras sexuales jóvenes, esposas oprimidas por sus maridos, una mujer sometida a un hipnotizador de feria, una mujer que relata su lucha de por vida contra hombres violentos. Dern, quien interpreta al menos a tres de estas mujeres, debe abarcar todo este coro de dolor o, tal vez, registrarlo. (La película comienza con un plano de una aguja arrastrándose sobre un LP). nch le dio un eslogan irónico: «Una mujer con problemas».

Era un resumen preciso de su obsesión más persistente. De todos los recuerdos de infancia que Lynch relató a lo largo de los años, uno de su residencia en Boise, Idaho, aparece recurrentemente como una especie de escena primigenia. Él y su hermano «estaban al final de una calle de noche», recordó en sus memorias Room to Dream (2018), coescritas con Kristine McKenna:

[…] y de la oscuridad, fue algo increíble, salió esta mujer desnuda de piel blanca. Quizá fuera algo sobre la luz y la forma en que emergió de la oscuridad, pero me pareció que su piel tenía el color de la leche y tenía la boca ensangrentada. Apenas podía caminar y estaba en muy mal estado, completamente desnuda. Nunca había visto algo así, y se acercaba a nosotros, pero sin realmente vernos. Mi hermano empezó a llorar y ella se sentó en el bordillo. Yo quería ayudarla, pero era joven y no sabía qué hacer. Quizá le pregunté: ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? Pero ella no dijo nada. Estaba asustada y golpeada, pero, aunque estuviera traumatizada, era hermosa.

Ese encuentro infantil se filtró directamente en sus películas –Lynch lo recreó en Blue Velvet y en el primer episodio de Twin Peaks– e impregnó su tono general. Lynch ha sido ampliamente elogiado por exponer ese «otro mundo» de «dolor salvaje y decadencia» imperante en su país, centrándose de cerca en sus víctimas. Pero también hay algo menos virtuoso en las incómodas y prolongadas escenas de violencia y degradación sexual de sus películas: algo del buen chico que quiere ayudar, pero no puede dejar de mirar.

El trabajo de Lynch nunca logró dejar de trazar conexiones furtivas entre su trauma y su belleza. Porque fue, hasta el final, el sufrimiento de estas mujeres el eje sobre el cual giraba todo lo demás en su cine

Las películas se alejaron del melodrama crudo de Blue Velvet y las mujeres ganaron más margen de maniobra, pero el trabajo de Lynch nunca logró dejar de trazar conexiones furtivas entre su trauma y su belleza. Porque fue, hasta el final, el sufrimiento de estas mujeres el eje sobre el cual giraba todo lo demás en su cine. Twin Peaks: The Return, la última gran obra de Lynch, concluye con el agente Cooper, interpretado por MacLachlan, intentando romper este ciclo: no solo detener el tormento de Laura Palmer, sino retroceder en el tiempo para impedirlo. Casi lo logra, viajando en el tiempo para evitar su asesinato, encontrando a su doble viva y de mediana edad en Texas, y llevándola de vuelta a Twin Peaks como una mujer nueva. Pero no funciona: cuando ella ve la vieja casa de Laura, los horrores del pasado regresan de golpe. La serie termina con su grito.

En ese punto, la desesperación de Laura se ha extendido no solo a múltiples tramas, sino a cada rincón de la sociedad que la serie retrata. Largas secuencias de indolencia y humor dan paso a actos de violencia aleatorios y explícitos; el demonio furioso que vemos poseer al padre de Laura en la serie original se ha extendido claramente por todas partes. El malestar no solo abarca el país, sino que se extiende a su pasado. A mitad de la temporada, la narrativa se detiene casi por completo durante un episodio entero, centrado en viñetas en blanco y negro ambientadas en torno al sitio de pruebas nucleares de White Sands, Nuevo México. «Leñadores» desaliñados invaden una emisora de radio y transmiten un mensaje críptico; una mujer con un vestido de gala brillante observa a un gigante idear una esfera dorada y luminosa con el rostro de Laura Palmer; un insecto se arrastra en la boca de una adolescente dormida. La banda sonora incluye Threnody to the Victims of Hiroshima de Penderecki.

Si hay una sensibilidad utópica en las películas de Lynch, se encuentra aquí: en esta intuición infantil, inarticulada pero conmovedoramente obstinada, de que el sufrimiento de una sola mujer puede desgarrar el tejido del mundo.

«La década de 1950 fue una época realmente esperanzadora», le dijo Lynch a Rodley. «No sabíamos entonces que estábamos sentando los fundamentos de un futuro desastroso». Cuando Rodley le pidió que lo explicara, Lynch lo hizo: «La contaminación era algo realmente bueno y comenzó su curso. Llegaron los plásticos, estudios extraños sobre productos químicos y copolímeros, muchos experimentos médicos, la bomba atómica y, bueno, muchas pruebas». La conmoción del episodio, sin embargo, no radica tan solo en que aborda esas fuerzas destructivas de manera tan directa, sino en que nos invita a verlas entretejidas o codependientes del destino de Laura Palmer. De alguna manera, una atrocidad local cometida en una pequeña ciudad ha terminado alterando profundamente muchos otros asuntos, desordenando todo hasta el punto de que «las cosas ya no son como deberían ser». Si hay una sensibilidad utópica en las películas de Lynch, se encuentra aquí: en esta intuición infantil, inarticulada pero conmovedoramente obstinada, de que el sufrimiento de una sola mujer puede desgarrar el tejido del mundo.