Lecciones de las elecciones en Ecuador
Superar el discurso del miedo, comprobar que la izquierda sí está en capacidad de gestionar la seguridad y volver al terreno social son los retos para que el progresismo recupere un espacio del que fue desalojado a la fuerza
Basta recordar que el primer ciclo progresista se empezó a cerrar con una segunda vuelta donde terminó primando la lógica de “todos en contra de”. Aquello ocurrió en 2015 tras la salida del poder de Cristina Fernández y cuando dejaba un legado virtuoso de tres mandatos del kirchnerismo con un salto social significativo. Luego vino el golpe contra Dilma Rousseff y la zona entró en el invierno conservador, que dejó una estela de retrocesos en toda la zona entre los que sobresale el desmonte de espacios y foros donde la unidad latinoamericana era común denominador.
La lección ha sido clara. Los balotajes han solido ser un territorio adverso para las izquierdas. En Colombia, en 2022 la derecha estuvo a punto de ubicar a un personaje sin experiencia pero que inflaron a punta de redes sociales y que jamás habría tenido chances reales de no ser por la animadversión a la eventual elección de Gustavo Petro en donde todo valía y se normalizaron prácticas abiertamente antidemocráticas. Argentina y Ecuador son tal vez los casos donde esta sintomatología está más presente. El primero lo acaba de padecer con el “voto castigo” o “voto bronca” en contra de un proyecto que ha sufrido el degaste y que terminó pagando caro la ausencia de una renovación desde abajo. El segundo no ha podio retomar el proyecto político más exitoso de los últimos y convulsos tiempos ecuatorianos. Aunque parezca inverosímil, el progresismo en Ecuador no ha podido recuperar el poder a pesar del fracaso irrefutable de los gobiernos de Lenín Moreno, Guillermo Lasso y Daniel Noboa.
Rafael Correa consiguió avanzar en un proyecto refundacional en un país que se había acostumbrado a la etiqueta de “inestable crónico”. Mientras los análisis liberales apuntaban a que el problema era la salida abrupta de presidentes (en nueve años llegó a tener nueve presidentes, incluso en una noche tres), cuando en realidad dicha volatilidad era reflejo de la imposibilidad para el ejercicio del poder popular, por unas élites desconectadas de la realidad. Cada presidente que cayó, como en los casos de Abdala Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez, fue el punto de llegada de explosiones sociales ante la imposibilidad de una transformación social. La aprobación de una nueva constitución en 2008 fue un momento bisagra a partir del cual no sólo la política se estabilizó, sino que se abrió un marco para el ejercicio de un poder ciudadano y el asomo de un Estado de bienestar que debía consolidarse, pero cuyo proceso fue interrumpido en el post correísmo.
Rafael Correa entregó un país con una tasa de 5 homicidios por 100 mil habitantes. Hoy esa cifra roza los 40
Ecuador volvió a las épocas aciagas del neoliberalismo con un agravante mayor: la inseguridad rampante y una guerra urbana en país desacostumbrado a la violencia, salvo por la expansión o contagio del conflicto colombiano. Como en el caso colombiano, la violencia ha allanado el camino para los discursos propios de la derecha sobre el llamado populismo punitivo. Más penas, cárceles y “mano dura” ha sido el dogma de los últimos gobiernos de Lasso y Noboa con un resultado que salta a la vista. Se ha gobernado abusando de los Estados de excepción y partiendo de la premisa de que a la seguridad se accede únicamente a través de la vía militar. En estos años, Ecuador ha vivido las peores masacres carcelarias de su historia y la violencia se ha salido de control en algunas provincias como Manabí y Guayas. El poder del crimen trasnacional ha sobrepasado las capacidades del Estado. Rafael Correa entregó un país con una tasa de 5 homicidios por 100 mil habitantes. Hoy esa cifra roza los 40.
Esto invita a deshacer el lugar común o cuasi mito de que la izquierda es por naturaleza incapaz en la gestión de la seguridad. Ha fallado, eso sí, en la narrativa y en la retórica en donde la derecha ha sido muy hábil para rentabilizar la violencia urbana que golpea a buena parte de las ciudades latinoamericanas. Basta observar el asesinato del candidato Fernando Villavicencio en agosto de 2023 cuando Luisa González, candidata de la Revolución Ciudadana (progresista) encabezaba las encuestas y proyectaba una victoria en primera vuelta. El magnicidio cambió drásticamente el rumbo de la elección, los temas sociales pasaron a un segundo plano y emergió con fuerza la necesidad de un presidente que privilegiara el orden público. Dicho de otro modo, el suceso desplazó el interés de la elección al terreno de la guerra urbana, eso les permitió a los candidatos de la derecha sacar ventaja y con una agresiva campaña de desinformación la izquierda volvió a ser víctima del terror sembrado. Incluso se llegó a afirmar que con González el país abandonaría la dolarización con lo cual se multiplicaron los temores respecto a una debilitada situación económica.
El progresismo ecuatoriano es el único de los protagonistas de ese primer ciclo que no ha podido retornar el poder (el caso paraguayo requiere de un análisis aparte). Ya son dos elecciones que no ha podido conseguir imponerse a pesar de haber obtenido una ventaja (insuficiente) en la primera vuelta. En esta elección está en juego la guerra mediática, el populismo punitivo y la apelación al miedo por parte de un establecimiento enemigo de las transformaciones desde abajo, una característica que llegó a ser común denominador hace unos años. Superar el discurso del miedo, comprobar que la izquierda sí está en capacidad de gestionar la seguridad y volver al terreno social son los retos para que el progresismo recupere un espacio del que fue desalojado a la fuerza.