El documental ‘¿Quién teme al pueblo de Hitler?’, de Günter Schwaiger, presenta una necesaria reflexión sobre el pasado fascista de un pueblo y la urgencia de la memoria histórica
Recuerdo un viaje a Praga en el que me topé, en un bar, con una simpática pareja de turistas polacos. Nos contamos nuestros respectivos viajes y en un momento de la amena conversación me preguntaron por mi siguiente parada. Les dije que era, precisamente, Polonia. “¿Qué quieres visitar de Polonia?”, me preguntaron risueños. “Cracovia, quiero ver Auschwitz”. En los rostros de la pareja vi enseguida aparecer una desagradable mueca, una mezcla entre sorpresa y rechazo. “¿Por qué Auschwitz?, hay cosas mejores para ver en Polonia”, me aseguraron indignados.
Aquella joven pareja tenía vergüenza. Pero más que del nazismo, de que el nazismo hubiese pasado por su tierra. Vergüenza de Auschwitz. Es para tenerla. Como bien recordó Claude Lanzmann en su colosal documental Shoah, el pueblo polaco se quedó con los negocios, las casas y las posesiones de los judíos que acabaron en los hornos. Algunos hasta convivieron con el olor la carne quemada y las cenizas en las orillas de los ríos mientras ordeñaban o segaban sus campos. No todos lo hicieron, algunos ayudaron y escondieron a los judíos jugándose la vida.
Para dejar claro que el número 15 de la calle Salzburger Vorstadt era el lugar de nacimiento de Hitler, el ayuntamiento colocó un pedrusco traído del campo de exterminio de Mauthausen
El cineasta Günter Schwaiger también ha ahondado en el concepto de vergüenza, pero trasladándola a su Austria natal. Schwaiger, afincado en España desde los años 90, pensó que podría armar un buen documental visitando la casa natal de Hitler en Braunau y entrevistando a los vecinos, además de a las autoridades, para saber cómo se vive con el estigma de ser el pueblo natal de Hitler. Y lo ha rodado, además, involucrándose personalmente en el documental, ya que entrevistó a su propio hermano, que vive en Braunau, y recuperó una vieja entrevista realizada a sus padres, los dos miembros de las juventudes hitlerianas.
Billy Wilder dijo: “Los austríacos son gente brillante. Hicieron creer al mundo que Adolf Hitler era alemán y que Beethoven era austríaco”. Más o menos de eso va ¿Quién teme al pueblo de Hitler?, de una población que prefiere decir que la figura austriaca más relevante de su historia es Wolfgang Amadeus Mozart o la emperatriz Sissi que Adolf Hitler. Y es entendible que se oculte que el anticristo naciese en Braunau, convertido en el Belén de los neonazis. Para remediarlo y dejar claro que el número 15 de la calle Salzburger Vorstadt era el lugar de nacimiento de un asesino de masas, el ayuntamiento colocó un pedrusco traído del campo de exterminio de Mauthausen. Aquella robusta mole recordaba que, en 1945 y solo en Austria, en los más de 50 campos nazis dirigidos desde la oficina central en Mauthausen pudieron ser asesinadas (la cifra real es imposible de calcular) más de 300.000 personas.
En Austria cualquier tipo de relativización de los crímenes del nazismo es un delito con penas de entre uno y 10 años de cárcel y hasta 20 en casos de peligrosidad
Y ante la poderosa imagen de la piedra un espectador español se agita, se incomoda. Por la envidia, claro. En Austria cualquier tipo de relativización de los crímenes del nazismo es un delito con penas de entre uno y 10 años de cárcel y hasta 20 en casos de peligrosidad. Por exponer en público símbolos nazis pueden aplicarte una multa de 20.000 euros. En España, en cambio, la ley de memoria persigue la apología del franquismo con multas, pero no la incorpora como delito en el Código Penal.
Frente a la inflexibilidad austriaca ante los fascistas, nosotros vemos en la televisión cómo un tipo canta con total impunidad el Cara al sol frente a la sede del PSOE, las banderas de la Falange y la del aguilucho en las manifestaciones contra la amnistía o los vivas a Franco y a José Antonio en cada 20-N. Y siempre en Madrid, claro, cuidad regida por José Luis Martínez-Almeida (alisas “Seremos fascistas, pero sabemos gobernar”), que tuvo la falta decencia y talla humana de retirar de La Almudena, mancillándolas, las placas con los nombres de republicanos fusilados en el franquismo.
Estamos hablando de un tipo que vio con buenos ojos cambiar el nombre de la calle Barco Sinaia, que en 1939 trasladó a 1.600 refugiados españoles a México, para recuperar el viejo: Crucero Baleares. Este otro barco fue conocido por bombardear salvajemente a la población civil que huía de Málaga a Almería en lo que conocemos como la Desbandá. Pero hay más: Martínez-Almeida eliminó la calle dedicada a la maestra Justa Freire para recuperar el nombre del general golpista Millán Astray, al que admira y ha homenajeado sin complejo alguno. En contraste con la vomitiva impunidad del fascismo en España, y como bien muestra ¿Quién teme al pueblo de Hitler?, en Braunau se plantearon reformar y utilizar la abandonada casa natal de Hitler como un centro gestionado por una ONG dedicada a las personas con discapacidad intelectual, esas mismas personas a las que Hitler y sus secuaces consideraban subhumanos y que exterminaron durante años.
Pero el ayuntamiento de Braunau manejaba una idea que la población rechazó: convertir el edifico en una comisaría de policía. No les parecía correcto, argumentaba en consistorio, exponer a personas de esa vulnerabilidad con neonazis. Además, proyectaron retirar la gran piedra traída de Mauthausen y cambiar por completo la fachada, una decisión que parecía una metáfora de lo que se pretendía: revestir y olvidar, para evitar la vergüenza. Algo absurdo porque, aunque cambiasen la fachada, el 15 de Salzburger Vorstadt siempre será visitado por chusma nazi.
Los vecinos acabaron organizándose y se manifestaron al grito de “La piedra se queda”. Desde hace décadas, en Braunau conocen la importancia de la memoria, de recordar el horror para que no se repita y para que la dignidad sustituya a la vergüenza. En definitiva, reconocer y recordar que en aquella casa nació Hitler igual que recuerdan, con adoquines, a los vecinos que fueron detenidos por la Gestapo y asesinados, algo también envidiable para muchos españoles.
En un momento muy simbólico de ¿Quién teme al pueblo de Hitler?, un nostálgico se planta con su furgoneta frete a la casa natal del dictador y planta un bello ramo de flores naranjas con la dedicatoria “Nuestro bendito Adolf”. Cuando un viandante lo ve, se encara con él y tira el ramo a una papelera. El español (no fascista, se entiende) que ve esta imagen no puede dejar de pensar en el sempiterno y enorme ramo de flores sobre la lápida de Franco en Cuelgamuros.
No es lo mismo un país cuyas generaciones son herederas de víctimas, que un país cuyas generaciones son herederas de verdugos
Los propios padres del director del documental, niños y adolescentes en el nazismo, conocieron las detenciones, las desapariciones, las filas de gente aterrada en la estación, frente a los vagones que los llevaban a las cámaras de gas. El pueblo austriaco, como el español, se adaptó a la dictadura, a los brazos en alto y a la ideología de su compatriota Hitler, aunque realmente el Führer estuvo en Braunau solo una vez tras llegar al poder y pasó por la casa donde nació sin ni siquiera mirarla.
El director Günter Schwaiger (del que podéis disfrutar siete trabajos en Filmin, incluido ¿Quién teme al pueblo de Hitler?) nos sugiere que en su país pusieron el reloj a cero, pero el nazismo no se castigó como se debía. Y aporta un dato: en Austria, desde 1955 hasta hoy, solo hubo 20 condenas en más de 1.000 procesos. También concluye con una última y gran reflexión que es inevitable relacionar con España: no es lo mismo un país cuyas generaciones son herederas de víctimas, que un país cuyas generaciones son herederas de verdugos.