«Quienes aspiran a construir un reino de la libertad que no se base en la explotación ni pase por la mercantilización de las relaciones sociales, intrínsecas al capitalismo, no pueden tener una praxis de instrumentalización de las compañeras», señala Arantxa Tirado.
A menudo presenciamos contrastes psicológicos […] Un hombre es un comunista ortodoxo devoto a la causa, pero las mujeres son para él tan sólo “hembras” […] que en ningún sentido son tomadas en serio»
León Trotski, Problemas de la vida cotidiana
La dimisión de Íñigo Errejón, tras la publicación de varios testimonios anónimos que lo señalaban como presunto responsable de conductas compatibles con el acoso sexual y el abuso psicológico, ha provocado un terremoto en la política española. Su rápida reacción, pese a no haber sido mencionado con nombre y apellidos, vino a confirmar su presunta culpabilidad. Un día después, la denuncia ante la policía de una de las mujeres afectadas, Elisa Mouliaá, supuso un paso adelante que rompió con los rumores para iniciar un camino que podría llevar a las responsabilidades penales, no sólo políticas.
En paralelo, el caso Errejón ha desatado un sinfín de opiniones, tanto en los medios convencionales como en las redes sociales. Muchas de ellas destacan la incongruencia entre un discurso feminista del “sólo sí es sí” y una praxis aparentemente acosadora; otras se regocijan en el morbo que provoca todavía hablar de la vida sexual de los personajes públicos. La oposición política, por su parte, ha aprovechado para pescar en río revuelto y exigir responsabilidades al conjunto de la izquierda, con una indisimulada satisfacción al ver cómo cae uno de sus líderes como víctima del movimiento feminista, una de sus bestias predilectas en su particular guerra cultural.
Aunque los militantes de la izquierda, y sobre todo las militantes, han sabido siempre que el machismo es transversal y está presente en todo tipo de organizaciones, ideologías y clases, estos hechos marcan un antes y un después de consecuencias aún impredecibles. Entre tanta opinión y cierta confusión hay algo claro: el caso Errejón supone la puntilla para la coalición Sumar y deja muy maltrecho a Más País por su pésima gestión de la crisis. Sin embargo, el descrédito de la nueva política se viene cociendo a fuego lento desde hace tiempo: luchas cainitas, traiciones personales revestidas de disputas ideológicas y el inevitable desgaste por una acción de gobierno que no habría satisfecho las altas expectativas, han puesto las bases para la desafección de una parte del electorado que alguna vez le dio su apoyo. Es difícil negar que la izquierda a la izquierda del PSOE ha contribuido, también motu proprio, a su pérdida paulatina de espacios institucionales. Algo, en todo caso, mucho menos grave que quedar relegada a la insignificancia política por la incapacidad de ser coherente con sus propios principios y valores.
Quizás lo más importante de esta inmolación pública, además de contribuir a poner fin a ciertas impunidades, sea su utilidad para realizar un imprescindible ejercicio de reflexión colectiva. De hecho, en la izquierda, y desde los distintos feminismos que en ella habitan, se está produciendo un proceso de catarsis acerca de cómo afrontar las dificultades de relacionarnos personal, emocional o sexualmente entre seres humanos bajo coordenadas patriarcales cuando en estas relaciones se entremezcla la pulsión del deseo con las relaciones de poder en espacios de militancia. Y, lo que es más importante para las militantes de las organizaciones políticas, cómo sin anular el deseo –a veces recíproco, a veces unilateral– se puede combatir la reproducción de actitudes y prácticas distantes de los principios que, supuestamente, todos los compañeros y compañeras que luchan por la emancipación colectiva comparten.
Superar la confrontación entre punitivismo y antipunitivismo
No estamos ante una tarea fácil, todo lo contrario. Estos días se está observando lo complejo que es lograr el delicado equilibrio entre no caer en el punitivismo ni el linchamiento individual como respuesta ante conductas, lamentablemente demasiado extendidas, que pueden ser cuestionables desde un punto de vista ético, aunque no sean delictivas, sin que, al mismo tiempo, el antipunitivismo suponga normalizar o relativizar abusos y acciones que están muy distantes del imprescindible respeto a la integridad de otros seres humanos. En el plano de las violencias existe una amplia casuística, como estamos viendo en los testimonios que se multiplican en la cuenta de Instagram de Cristina Fallarás, y se puede acabar pensando que todo es lo mismo.
Sin duda, las mujeres necesitamos distinguir extralimitaciones de abusos, acosos o violaciones, para defendernos mejor y no dar alas a las derechas deseosas de demostrar que “el feminismo pide contratos para follar” e idioteces por el estilo. Pero, asumiendo que no todas las violencias sexuales son iguales y que hay una distinta gradación, con independencia de cómo lo viva cada víctima, todas ellas parten de una misma lógica patriarcal: considerar que las mujeres somos un simple cuerpo, un objeto al servicio del deseo de otros. El arrogado derecho a satisfacer las propias necesidades, por encima de cualquier otra consideración, se exacerba en algunos hombres cuando hay asimetría de poder. Es en esta incapacidad de relacionarse con las mujeres como iguales, sin tratarnos como algo más que un objetivo sexualizado, donde algunos hombres, siguiendo sus impulsos reforzados por su educación patriarcal, nos cosifican, llegando en los casos más extremos a traspasar líneas rojas que irrespetan nuestra autonomía.
Conviene recordar que, igual que no todo vale en política, tampoco todo debería valer en la seducción o en el sexo cuando una de las partes ejerce el maltrato psicológico, tan o más grave que el físico, para obtener sus fines, instrumentalizando a la otra parte y, hasta cierto punto, deshumanizándola. En algunos casos, este ejercicio de manipulación y poder se da en el plano sexual, pero no en todos es así. Sea con coacción o con mentiras, este modus operandi debiera ser rechazado al interno de los partidos y organizaciones pues, incluso sin interés sexual mediante, podemos encontrar lógicas similares en la relación entre compañeros y compañeras.
Por tanto, el acento del debate no debería ponerse en qué prácticas o conductas sexuales son socialmente aceptables, o si son escrutadas por un feminismo inquisitorial que sacralizaría el sexo y no dejaría espacio para la libertad sexual, sino sobre si es posible relacionarse con otros, desde supuestos parámetros distintos a la lógica capitalista, cuando se les reduce a meros objetos de satisfacción de un deseo personal, individualista y carente de empatía con las necesidades ajenas.
Ésta es, en realidad, la gran pregunta que debiera centrar los debates políticos en la izquierda transformadora. La sinceridad, la fraternidad o la camaradería, palabras que, más recientemente, han sido sustituidas por la expresión “los cuidados”, deben ser reivindicadas y, sobre todo, materializadas en lo cotidiano.
Estos comportamientos instrumentales también pueden ser reproducidos por mujeres, pues estamos lejos de los tiempos en que las mujeres reprimían su deseo, eran meros receptáculos del deseo ajeno o no disputaban espacios políticos, como ahora. Sin embargo, se trata todavía de prácticas disociativas que despliegan sobre todo hombres que han sido educados en sociedades patriarcales, bajo unos principios de jerarquización y una preeminencia masculina, expresada a veces de manera muy sutil, que no han sabido cuestionar porque quizás ni siquiera los hayan percibido en su vida cotidiana. O, tal vez, porque, como todo militante ha comprobado, en múltiples esferas de su vida, es mucho más fácil asumir la teoría que ser coherente en la práctica.
Ejercicio del poder y responsabilidad colectiva
Pudiera parecer que estamos ante problemáticas que tienen poco que ver con la esfera pública y más con la esfera privada, con cuestiones de índole psicológica más que política. Sin embargo, como nos ha enseñado el feminismo, lo personal es político y este debate, además, no va sólo, ni principalmente, de sexo. En realidad, el sexo y las relaciones afectivas –que pueden existir disociados– son ámbitos donde se expresa el asunto central, que no es otro que nuestra relación con el poder. Estamos, por tanto, ante debates profundamente políticos, pero de una política que no desvincula su teoría ni su praxis de la ética ni de la moral. La moral no debe ser entendida aquí en un sentido puritano ni reaccionario, sino en la lógica de aspirar a la coherencia axiológica en la acción política, sin perder de vista la emancipación humana.
Se trata de asumir que quienes creen en la igualdad absoluta entre todos los seres humanos, quienes aspiran a construir un reino de la libertad que no se base en la explotación ni pase por la mercantilización de las relaciones sociales, intrínsecas al capitalismo, no pueden tener una praxis de instrumentalización de las compañeras -o compañeros- ni cosificarlas como meros objetos para satisfacción del deseo propio sin considerar la reciprocidad del deseo ajeno, máxime si se está en una relación asimétrica de poder. Quienes así actúen deben ser conscientes, al menos, de que están reproduciendo los valores y las prácticas de ese capitalismo depredador que dicen combatir.
En todo caso, tomar conciencia puede que parezca una acción individual, pero garantizar la coherencia entre nuestros discursos y nuestras acciones, cuando somos parte de una organización política que busca la transformación social, es una responsabilidad colectiva. Lo que estos días ha demostrado el caso Errejón –como antes otros y los que puedan estar por llegar- es que los agresores gozan de impunidad porque suele haber un entorno que los encubre. Un entorno que, cuando sabe y calla, se convierte en cómplice. Las responsabilidades de quienes amparan ciertas acciones no son las mismas que tienen quienes las ejecutan, desde luego, pero ignorar este hecho no ayuda a su superación. Hacia aquí deberíamos enfocar y enfocarnos, en un ejercicio de autocrítica sin contemplaciones, reflexionando sobre qué tan capaces somos en la izquierda de superar nuestras múltiples contradicciones y miserias humanas. Este ejercicio es imprescindible si queremos construir algo distinto, tanto en nuestras organizaciones como en nuestras relaciones en la sociedad presente, pero también si pretendemos avanzar hacia otro orden futuro.