Un ejercicio básico de la política democrática consiste en la posibilidad de poder elegir entre alternativas, programas o proyectos de sociedad caracterizadas por cierto nivel de disenso respecto a los planteamientos que promueven. Sin embargo, en las últimos cuatro décadas, en Chile se volvió dominante un enfoque de la democracia totalmente contrario, en el que incluso la oposición entre derecha e izquierda sería solo relativa, al punto de desaparecer. La negación del antagonismo inherente a la política que esta visión defiende hace también del consenso su principal objetivo, de manera que, a su vez, convierte la práctica política en un mecanismo de neutralización de toda la conflictividad social.
Este paradigma de la democracia consensual, asociado a la denominada pospolítica, fue una de las principales críticas a la transición por parte de la nueva izquierda representada por organizaciones como el Frente Amplio. De hecho, en su momento se sostuvo que la revuelta de octubre de 2019 era una de las consecuencias del consenso transitológico, ya que, lejos de gestionar una reconciliación y una estabilidad en el país, habría provocado una brecha entre la sociedad y la política que desencadenaba, entre otras cosas, una crisis de legitimidad de las instituciones.
Era de suponer que el gobierno de Boric tenía absoluta claridad sobre este diagnóstico, ya que su elección no se explica sin la crisis de 2019. Pero a medio camino de su gobierno nos fuimos encontrando ante un giro que comenzó de forma gradual, con pequeños gestos que ya anticipaban el actual desenlace. El proyecto de eliminación del CAE es uno de esos botones de muestra. En efecto, aunque primero el ministro de Educación, Nicolás Cataldo (suponemos, con algo más de pudor), señaló que no era real la similitud entre este proyecto con el que había presentado el gobierno de Piñera el año 2012, luego fue el propio presidente Boric quien lo contradice, reconociendo las similitudes y declarando no entender las críticas.
A juzgar por sus declaraciones (por esta y otras anteriores), es evidente que las fuerzas de centroizquierda que arribaron a La Moneda lograron influir ideológicamente sobre el presidente Boric, al punto que la disputa con la derecha se limita ahora a los indicadores de eficiencia en torno a la gestión de los mismos proyectos y las mismas estrategias. Se trata de una capitulación fruto de la impotencia que ha desembocado en un verdadero impasse: una retórica de izquierda (de rasgos demagógicos) acompañada por políticas públicas que, al responder a una visión global de Estado, terminan por reproducir el orden establecido.
La idea de que existe un nivel metapolítico que está por sobre la confrontación democrática y la disputa por la hegemonía, es la premisa del discurso liberal que Boric ha hecho suya. Pero ese orden, que está dado por el neoliberalismo imperante, al universalizarse y quedar identificado con los intereses de Chile, nos impone un pensamiento único en cuanto define también un único modo de concebir la política. De ahí que las democracias consensuales del neoliberalismo sean fácilmente dirigidas por liderazgos autoritarios.
La estrategia de estos liderazgos para ir ganando influencia en la sociedad es la seguridad pública (la exacerbación del miedo y la crispación de la convivencia), en la medida que en ese terreno el disenso político es desplazado por la confrontación moralizadora entre el bien y el mal. Es más, el punto de partida de la derecha para ofrecer una explicación sobre las causas de la crisis de seguridad en el país es atribuírsela a las protestas sociales, adoptando un lenguaje cada vez más reaccionario del que el gobierno se ha hecho parte, tomando distancia de las movilizaciones del 2019, de sus demandas y sus símbolos.
De todo esto se pueden extraer algunas lecciones. Primero, que la crisis no siempre, o no necesariamente, será el preludio de una transformación social. Por el contrario, la crisis es también la oportunidad en que un bloque de poder flexibiliza sus posiciones para recuperar capacidad de gobernanza canalizando las demandas de mayor orden y seguridad que la misma crisis estimula.
Segundo, el carácter de clase del poder estatal, aunque autónomo en su funcionamiento, obedece a mecanismos factuales de presión que recaen sobre la autoridad política, como serían los fenómenos inflacionarios, la fuga de capitales y el retroceso de las inversiones que están bajo control de la iniciativa privada. De esta manera, ante el peligro de los efectos desestabilizadores que ocasionan, el actual gobierno ha asumido abiertamente tareas de mantenimiento del orden que, en la práctica, implican comprometerse con la reproducción del capital.
Sin embargo, priorizar esas tareas resulta infructífero, puesto que los problemas sociales del país ya no pueden ser procesados ni resueltos por las instituciones existentes. Que el estallido social haya dado paso al estallido de la corrupción son todos síntomas que se suceden uno tras otro, de modo que pretender que esta crisis generalizada se puede estabilizar dentro del mismo orden institucional vigente, solo garantiza la prolongación de las condiciones que la han provocado.
La convicción de que es posible seguir disputando posiciones al interior del Estado, solo alimenta la ilusión en que las reformas serán fruto de grandes acuerdos por arriba que, por alguna razón, esta vez sí serán posibles. Por otra parte, la maniobra de endosarle a la derecha la responsabilidad por no avanzar en las reformas a nivel parlamentario, ha sido desmentida por la propia voluntad del gobierno de tomar como referencia una reforma propuesta por la derecha hace más de una década.
La idea de que puede existir un punto de contacto, y de armonía, entre el cambio y la continuidad, siempre favorece a uno de los dos polos, y termina imponiéndose una vez más el gatopardismo. El meollo del asunto es que el gobierno se resiste a asumir la centralidad del conflicto y la inevitabilidad del enfrentamiento entre fuerzas contrarias, por lo cual se refugia en la pospolítica de la socialdemocracia neoliberal.
El presidente Boric está en su legítimo derecho a cambiar de opinión y a adherir a una estrategia política que le parezca más plausible para el desarrollo de Chile, pero que asuma las consecuencias de sus decisiones y de sus actos y deje de justificarse con argumentos tan precarios como que él ya no es un activista social, sino que el presidente de todos los chilenos, cuando en los hechos ha gobernado para el empresariado.
*Danilo Billiard B. es Licenciado en Comunicación Social, Magíster en Comunicación Política y Doctor (c) en Filosofía.
Fuente: Resumen.cl