Así gruñían aquellos galos de Astérix para mostrar espanto ante los romanos que pretendían conquistarlos, apelando al dios celta protector de la tribu, su unidad y armonía. Y el mismo espanto debemos mostrar ante las constantes noticias de abandono de personas ancianas que, con las limitaciones propias de la edad y la enfermedad, no son cuidadas ni visitadas por sus familiares. Personas que en su casa o en una residencia pública mueren en absoluta soledad.
Legalmente, a diferencia de lo que sucede respecto de los hijos menores, cuyo abandono constituye un delito, ninguna ley nos obliga a dar cuidados, cariño o a acompañar a quienes nos dieron la vida. Salvo en los reductos de las aldeas, esta vez gallegas, forman ya parte del pasado las imágenes de familias compuestas por varias generaciones cuidándose mutuamente, honrando la figura de la compañía familiar que aún recoge el derecho civil gallego.
Pero a lo que sí obliga la ley es a dejarles al menos una parte del patrimonio que tengamos a nuestro fallecimiento a esas personas que ni siquiera mantienen un vínculo afectivo. La legítima es un derecho del heredero, que permanece firme en nuestro derecho civil sin que se consiga abrir un debate sobre su sentido actual.
Las reglas sucesorias, decimonónicas, provienen del derecho romano, donde el concepto familia englobaba tanto a las personas como a los bienes de estas, y donde con la muerte del cabeza de familia se producía necesariamente la transmisión del patrimonio dentro de la familia. Bienes y grupo familiar iban de la mano, para asegurar el sustento, cuidados y la continuidad.
Esa concepción romana es la que justifica que, salvo supuestos extraordinarios que permiten la desheredación, se imponga el sistema de legítimas, es decir, la obligación de transmitir a ciertos familiares, esencialmente hijos, padres y viudos, al menos una parte de nuestros bienes, independientemente si ha existido alguna relación de afecto.
En una sociedad llena de tribus urbanas hemos encomendado al Estado el cuidado y la protección que antes asumía la familia. Ante esas noticias de soledad y enfermedad en la vejez, en lugar de gritar «¡por Tutatis!», exhortamos a nuestro Estado social prestacional a que dé una solución, olvidando que el Estado nunca será capaz de dar cariño, afecto o mostrar compasión.
Aquellos galos que se negaban a ser conquistados ignoraban compartir con los romanos el valor de protección de la tribu, la conservación de la familia y, con ella, de los bienes necesarios para su continuidad. Puede que, debiendo llevar la contraria al querido Astérix, toque reflexionar sobre si «esta(ba)n locos estos romanos» o hemos perdido la humanidad y somos indignos para heredar.