Diana López Varela
Periodista
Peor suerte tuvieron aún las 12 niñas prostituidas por ocho empresarios murcianos y que reconocieron los hechos de abuso sexual continuado pero que se librarán de la cárcel por un pacto con la Fiscalía al que pudieron acceder gracias a la demora de 10 años que acumulaba el proceso judicial. Desde que sucedieron los hechos, cuando las víctimas tenían entre 15 y 17 años, hasta que se resolvió el caso, ha pasado una década entera en la que esas niñas se hicieron adultas con toda una serie de secuelas que esta sentencia, lejos de reparar, aviva. Pienso en todas estas niñas que ahora son mujeres y en el largo y penoso proceso judicial al que se han tenido que enfrentar para que una serie de señores decidan que quien les hizo daño no se merece un castigo ejemplar y me pregunto ¿cómo vamos a proteger a las niñas sin un sistema judicial que nos acompañe en ello? Una justicia patriarcal, lenta y completamente anoréxica en ningún caso puede ser justa. Y pienso en todos esos violadores que ahora son ancianos, como Dominique Pelicot, haciendo gala de su ridícula decadencia, acudiendo al juzgando con andadores e intentando generar toda la compasión que ellos no tuvieron hacia unas niñas inocentes a las que les destrozaron la vida. Pienso también en sus colaboradores y cómplices que las buscaban en los colegios y en la discotecas light y que amenazaban con matar a toda su familia si decían algo. Y los veo a todos ahí, la viva imagen de esta sociedad cobarde, tapándose la cara y regresando a su vida entrañable, invitando a la familia a comer el domingo. Y por supuesto, pienso también en el impacto que estos procesos mediáticos tienen en todas las niñas y adolescentes que están siendo o han sido abusadas, viendo cómo la justicia muchas veces genera más estigma, más trauma y más humillación para ellas.
El otro día pude ver Nina (2024), la película de Andrea Jaurrieta interpretada por Patricia López Arnaiz, cuya protagonista regresa a su pueblo muchos años después de haberse ido con un objetivo claro: vengarse del tipo que abusó sexualmente de ella siendo solo una adolescente. Su verdugo es el hombre al que se le va a dedicar el pregón en las fiestas patronales de ese mismo año. Es un hombre querido, reconocido, y admirado, un entrañable abuelo y todo un caballero. Nada que ver con la imagen de un salvaje ni con la brutalidad que exhiben los violadores que asaltan las esquinas de nuestros terrores infantiles: los que nos inoculan que el malo siempre es el otro, el desconocido, el ignorante, el pobre, el migrante. Su abusador se sienta en el sofá y la invita a merendar. Y, por supuesto, él no la fuerza, la seduce, la enamora, la conquista. Nina regresa para buscarlo a él, pero regresa también porque está preparada para dejarse ver por aquellos que se negaron a reconocer que estaba siendo abusada, quiere que miren a los ojos a la adulta que es y sientan el peso de la responsabilidad por haber omitido el grito ahogado de la niña que fue. Nina quiere, como Gisèle P., que la vergüenza cambie de bando. Y por eso, a todos ellos los perturba con su sola presencia y, por eso, los crímenes de abuso sexual infantil deberían de perturbarnos a toda la sociedad, por omisión o por complicidad. Escribe Carmen Magdaleno que "esta película nos recuerda que todos vivimos en ese pequeño pueblo, sea Mazan o Madrid, la cultura de la violación es una localidad asfixiante, un vecindario que siempre saluda pero jamás hace nada."
Ahora pienso en la niña sevillana que fue abusada por su propio padre cuando solo tenía 8 años durante el régimen de visitas, y a la que salvó la tía paterna que había sufrido lo mismo. Y pienso que esa tía hizo lo más importante que podemos hacer por cualquier niña o niño abusado, escucharlos y creerlos. Pienso también en la madre de esa niña y en todas las madres separadas que están pasando por lo mismo debido a regímenes de custodia que desprotegen a los más vulnerables en base a supuestos derechos que ponen a los corderos en la boca del lobo. Pienso en los 5 años de cárcel y en los 10.000 euros de multa con los que se salda este proceso y pienso, yo también, que educar a los jóvenes es prioritario, pero que a un adulto crecidito solo se lo educa con un castigo proporcional al daño causado. Parece que a veces se nos olvida que a las víctimas también hay que reinsertarlas y repararlas durante toda la vida y que eso solo puede ocurrir cuando quienes tienen que aplicar justicia, obran en consecuencia. La revictimización y culpabilización a la que son constantemente sometidas las menores víctimas de agresiones sexuales se extiende al poder judicial, con largos procesos que les impiden cerrar capítulos traumáticos esperando una justicia que nunca llega mientras se pierden pruebas y pierden la salud. Y esto, tiene consecuencias de sobra conocidas por las feministas: se retiran denuncias y muchas chicas evitan denunciar. Y por eso, es la culpa y no el miedo, el correctivo más grande con el que cargamos todas las mujeres desde que somos niñas. Pero sin culpa, los culpables son ellos.