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Prisiones de primera clase

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19 septiembre 2024

Segunda entrega de los fragmentos del diario de José Ovejero. “No es posible esconderse indefinidamente del mundo. La placidez es un lujo que solo podemos permitirnos a ratos o a costa de irnos destruyendo poco a poco como personas”, escribe.



12 de septiembre

Empresarios, abogados, médicos, en fin, gente de bien, participan en una red de prostitución de menores y abusan de ellas. Se enfrentan a penas que van de los 24 a los 56 años de cárcel. Acaban siendo condenados a unos meses de prisión (que no tendrán que cumplir) y a pequeñas multas, porque han reconocido los hechos en el marco de un acuerdo para reducir sus penas, por dilación indebida del juicio. No encuentro en ningún sitio en las noticias el porqué de esa dilación ni si los jueces han incurrido en alguna responsabilidad penal.

Estoy leyendo una biografía de Jean van Heijenoort, impresionado una y otra vez por que quien fue secretario y guardaespaldas de Trotsky pudiera reinventar su vida y convertirse en catedrático de Lógica. Aunque una observación ha aparecido varias veces y en distintas formas a lo largo del libro, solo me llama la atención cuando estoy casi acabándolo. La observación que tanto se repite es que Jean era mucho más reservado, taciturno y ensimismado cuando hablaba inglés que en las pocas ocasiones en las que podía hablar francés, su lengua materna. Y entonces me he acordado de que a mí me ocurría cuando vivía en Alemania: era mucho más silencioso y retraído que en España –aunque nunca he sido muy hablador y abierto en ningún idioma–. El cambio de carácter influía incluso en mi manera de conducir, más decidida y agresiva en España.

Vivir en una lengua que no es la tuya te abre una puerta al mundo pero también te cierra una a ti mismo.

Qué maravilloso personaje es Oblómov. Y cuánto me gustan los libros que sortean la tentación de la moralina fácil. Lo que al principio parece una crítica al egoísmo y la indolencia de la aristocracia rusa se vuelve algo más sutil y complejo. Si dejamos de lado que maltrata a su criado y que le dan igual los campesinos que trabajan sus tierras, Oblómov es una buena persona. Es decir, una de esas buenas personas que nunca harían a propósito mal a nadie, sensible, que detesta la vacuidad, la hipocresía, la ambición desmedida de sus contemporáneos. Por eso se refugia en su habitación, de la que apenas sale. El mundo le hace daño como le puede hacer daño una luz repentina a alguien que lleva mucho tiempo en la oscuridad. Prefiere fracasar, ser pobre, pero que lo dejen tranquilo. Si no se preocupa por el bienestar de sus siervos es porque para cambiar las cosas tendría que salir de su habitación, enfrentarse a esa sociedad que tanto desagrada a sus sentidos.

Pero, como se dice en la novela, «el trueno también retumba en la madriguera del topo». No es posible esconderse indefinidamente del mundo. La placidez es un lujo que solo podemos permitirnos a ratos o a costa de irnos destruyendo poco a poco como personas.


La referencia al topo me hace pensar en uno que varias tardes seguidas se ha paseado por delante de nuestra terraza. Con su narizota, su piel suave, sus uñas larguísimas, sus manos entre blancas y rosadas que emergen de la piel oscura, parece un animal inventado por un niño. Resulta conmovedor en su fragilidad. Tememos que alguno de los gatos que merodean por aquí acaben dando cuenta de él –nuestro perro lo mira sin mucho interés–. Me pongo unos guantes de trabajo –¿muerden los topos?–, lo recojo y me dispongo a llevarlo más lejos. «¿Y si tiene familia?», objeta Edurne. Lo devuelvo a un montón de tierra cercano que corona una de sus excavaciones. No volvemos a verlo, pero los días siguientes aparecen numerosos agujeros delante de casa. Maldito topo. ¿No podía expresar agradecimiento yéndose al terreno de los vecinos?

14 de septiembre

Seguro que alguien lo ha descubierto antes que yo y habrá escrito sobre este peculiar encuentro. Pero para mí ha sido un pequeño descubrimiento: Trotsky, en su autobiografía, cuando la policía española le obliga a viajar a Nueva York –después de que él se negara a ser enviado a La Habana–, se refiere a los pasajeros poco recomendables que viajan con él y su familia. Y escribe: «Un boxeador, literato en sus ratos libres, primo de Oscar Wilde, confesaba con franqueza que prefería machacar la mandíbula a caballeros yanquis, en un deporte noble, a permitir que un alemán le rompiera las costillas». ¡Arthur Cravan!, me sorprendo. El precursor del dadaísmo huía de la guerra en el mismo barco en el que viajaba Trotsky. Inopinadamente, el boxeador poeta moriría mucho antes que el revolucionario. Solo dos años después desaparecía en aguas del Golfo de México.

Utilizar en un artículo lo que cuenta Trotsky sobre las prisiones españolashabía celdas de primera clase, de segunda y de tercera. Los «inquilinos» de las celdas de primera –que pagaban una peseta y cincuenta céntimos por pernocta–  podían pasear dos veces al día durante una hora en cada salida; todos los demás sólo tenían permitido un paseo diario de media hora. 

El capitalismo encontraba allí un reflejo perfectamente franco de las diferencias sociales.

Si alguien afirma sin sonrojarse que la justicia es igual para todos ya sabemos que nos encontramos ante un beneficiario de la desigualdad.


Cada vez es más fuerte mi sensación de que en la literatura ha entrado de tapadillo el género de autoayuda. No hace tanto ocupaban estanterías distintas en las librerías.