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Ochenta años de la llegada del primer barco de exiliados españoles

 



…pueblo libre de México:

como otro tiempo por la mar salada

te va un río español de sangre roja

de generosa sangre desbordada.

Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,

y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!

Cuántos de nosotros volveremos a pisar su suelo sagrado! ¿Quiénes tornarán a sus valles risueños, a sus enhiestas montañas heroicas, a sus selvas geórgicas, a las riberas de sus fecundadores y plácidos ríos? ¡Cuántos podrán encontrarla redenta, emancipada, gozando de las venturas de una verdadera Democracia, en que todos los hombres sean hermanos y en que todos comulguen en las ideas de paz, de progreso y de libertad?…

Dieciocho días como años

I

El buque zarpó con 1600 españoles. Gritaron la hora mientras la distancia entre el puerto de Séte y la popa se hacía más notorio. Era un día de mar lechoso: 26 de mayo de 1934. El sol se mantenía en alto, como fiel vigía de los derrotados, los exiliados que abordaron el Sinaia sin la certeza de cuál sería su futuro, o cómo era el país al que llegarían. Se sabía de él por los mapas, las clases de historia -que enfatizaba los lazos coloniales del pasado- y en fechas recientes porque su presidente, el General Lázaro Cárdenas, era uno de los pocos que apoyaba abiertamente al derrocado gobierno republicano. Fuera de ello, no sabían nada de su clima, su gente, sus lugares y el sinfín de cosas que no podían imaginar. Pero hacia allá iban.

Al igual que todos, Cecilia Sanz, Vicente Ridaura y una hija -con poco menos de dos años- veían el cielo francés por vez última, pero como si no lo vieran, pues en sus mentes aparecían las nubes de su España, su país que los apuñalaba por la espalda. Y decían adiós a la nada que eran las calles de Valencia, de Madrid, Cataluña, Carlet, Plaza de España, Catedral de Santiago, Játiva, Catedral de Burgos, sus puertos, cantera clara. Adiós, Palacio Real. Adiós, noches templadas y días de sol. Adiós, libertad. Adiós, guerra. Adiós, hermanos, ustedes, los que nos traicionan, los que nos exilian. ¡Hasta nunca, Franco! Adiós, España.

Era la una treinta de la tarde cuando zarparon.

Dejaban atrás tres años duros de comer lentejas con las manos llenas de tierra y sangre seca debajo de las uñas. Tres años de apoyar con sus vidas al bando perdedor.

–¿Te das cuenta, Vicente? Somos los vencidos.

No le contestó. Aunque con la frente en alto su mirada se hacía cristalina. Los puños endurecidos, las venas brotando de su frente y el dorso de las manos. Sólo podía pensar en la guerra, y luego en ellas, sus dos Cecilias.

Tiene muy claro el orden de sucesos de los primeros dos años. Fue en su boda cuando la guerra estalló, no pudieron acabar la fiesta, no hubo noche de bodas; el vestido blanco de Cecilia acabó sucio. Desde hacía meses tenían presente que podría estallar un enfrentamiento y por eso decidieron apresurar la boda. La carrera ya estaba casi terminada -sólo les faltaba titularse-. Si explota la guerra tenemos el deber de unirnos, Vicente. ¿Luchando? No, desde luego que no, ¡como médicos! ¿O qué quieres? ¿Que los conservadores se apropien de lo que tanto nos ha costado construir? Nosotros somos comunistas, Cecilia. No importa, ya digo, defendamos la república y después lo demás.

Fue en la facultad de medicina donde iniciaron sus actividades políticas dentro del Partido Comunista en España. Más que un rumor, era evidente la influencia rusa: “¡la dictadura del proletariado!”, exigían. La constitución de 1931 tenía a los comunistas parcialmente satisfechos, si bien se trató de eliminar toda influencia clerical e instaurar la vida democrática, estaba la ilusión de fundar un gobierno completamente comunista, por ello eran fuertes críticos de la república, sobre todo en los años del Bienio conservador. 1931. La juventud se desbordaba en los ojos de ambos. Vicente con 21 y Cecilia con 17. En 1934 sucede la guerra de Asturias, sus contactos les indican que se sigan instruyendo, pues si el golpe de estado se propaga se necesitará ayuda médica. Pero el alzamiento no pasa de 14 días y no logra masificarse. Sin embargo, hay un descontento por parte de los partidos de izquierda hacía el gobierno conservador, por un lado; y de los que no apoyan la república, por el otro. 1936, surge el partido falangista, un dolor de cabeza para los comunistas y “para el bien de España”, se escucha en las calles. 17 de julio del mismo año: la guarnición del ejército en el protectorado de Marruecos se subleva, están al mando del General Francisco Franco, amenazan con derrocar la II República.

Cecilia y Vicente, con los estudios acabados, deciden unirse al frente en el bando de los republicanos. La mayor parte de la guerra la pasan en Valencia. En esos tres años, las vidas que salvarán se cuentan por centenas. España queda dividida. Ni muros, ni cercas, ni delimitaciones o barreras hicieron falta, bastó con un choque ideológico para segmentar al país. La posteridad definirá los bandos que lucharon como los sublevados -también llamado bando nacional-, conformado por grupos de derecha, el ejército en Marruecos, empresarios, y quienes -ideología conservadora- denostaban la República; contra los republicanos, conformado por el Partido Socialista Obrero Español, Partido Comunista en España, grupos anarquistas y varios sindicatos de trabajadores. Aunque había marcadas diferencias entre los partidos, se trataba de defender la República a como diera lugar.

El grupo de intelectuales a bordo del buque decidió hacer un diario de los días en el barco para difundirlo entre la población. Contaba con dos secciones importantes: Lo que pasa en el mundo y Lo que pasa a bordo. La primera sección contenía datos importantes sobre la tensión internacional que eventualmente llevaría a la segunda guerra mundial. La otra sección tenía los aconteceres en el barco: algunas recomendaciones y noticias. También añadían cuestiones sobre México: cultura, vida diaria e ideas políticas de su presidente. En el día 4 se incluyó una serie de corridos revolucionarios. Varios de los intelectuales del barco escribieron sobre el exilio.

Vicente y Cecilia, como personas cultas de toda la vida, aprovecharon el diario para instruirse sobre el país al que llegarían. Al mismo tiempo le dedicaron su tiempo a su hija, la pequeña Cecilia. Luego de los días que pasó en Játiva, fue enviada con una familia de pasteleros en Francia, donde la cuidaron hasta mayo del ’39. Acabada la guerra, la pareja de médicos del bando republicano fue encerrada en un campo de concentración en Marsella, donde sus vientres se contrajeron y vieron morir a compañeros y amigos de hambre, enfermedad, tristeza; los más desgraciados agonizaban, los afortunados amanecían tiesos, con moscas merodeándolos. Al mismo tiempo que el sol los golpeaba en la cara, su hija comía biscochos y comenzaba a olvidar lo poco que había aprendido de español por el entorno francés. La felicidad es ingenua -pensará Cecilia Sanz Ridaura muchos años más tarde, frente a las tumbas de sus padres– mientras a mí me vestían muy mona y me regalaban juguetes, la vida de mis padres pendía de un hilo.

Pocos días antes del 26 de mayo, a los médicos se les presentó la oportunidad de abordar el Sinaia, sabían que cualquier cosa sería mejor a su actual situación. Pero había un dilema que Vicente puso sobre la mesa:

–No sabemos qué pasará allá. Podríamos morir de hambre. ¿Y si la dejamos? Que sea feliz aquí.

–…

–Podría ser más cruel llevarla. Se olvidará de nosotros, ¿y qué? Se trata de ella, no de nosotros.

–Se va con nosotros. He dicho.

Meses después estalló la segunda guerra mundial. De haberla dejado, su ineludible destino hubiera sido engordar la cifra de muertos por el enfrentamiento.

 

Cecilia y Vicente pasaron los tres años juntos. Sólo se separaron unas semanas en 1937: cuando nació su hija y ella tuvo que dejarla con su familia en Játiva. A los pocos días de dar a luz salió de su casa como si nada con una maleta llena de antibióticos y vendajes. Y el rostro de su bebé en la mente. Lo decidió al salir de casa: tendrá mi nombre.

Les cayó la noche entre los recuerdos de ilusiones perdidas y olor a pólvora. Cuando no había más horizonte que el cielo oscuro y el sonido invisible de las olas de mar, decidieron bajar. No había más que pensar, ni qué decir. Los siguientes 18 días no se habló de la guerra. Aunque eso y la derrota eran los lazos que compartía la heterogénea tripulación, lo importante era fijarse en el futuro. Ya les habían dicho el nombre del puerto al que llegarían en 20 días, según los cálculos del capitán. ¿Y qué hacer hasta llegar? Familias enteras, que no se conocían, en silencio por la imagen de sus hermanos muertos, de los padres que murieron de tristeza cuando el único hijo sobreviviente les dijo que sus hermanos no la contaron. Madres desesperadas recorriendo los campos de batalla en busca del cadáver de su hijo. El bombardeo sobre Guernica, la batalla del Ebro. Los sublevados, el bando republicano, la corona quedó atrás… y la República también. En las mentes de los habitantes del Sinaia se hacían presentes el ruido de las balas llenando el silencio imaginario. Hambre oprimiendo el estómago. Ejércitos alemanes apoyando el bando nacional, ¿por qué? Y ríos de sangre en campos de trigo.

El grupo de intelectuales a bordo del buque decidió hacer un diario de los días en el barco para difundirlo entre la población. Contaba con dos secciones importantes: Lo que pasa en el mundo y Lo que pasa a bordo. La primera sección contenía datos importantes sobre la tensión internacional que eventualmente llevaría a la segunda guerra mundial. La otra sección tenía los aconteceres en el barco: algunas recomendaciones y noticias. También añadían cuestiones sobre México: cultura, vida diaria e ideas políticas de su presidente. En el día 4 se incluyó una serie de corridos revolucionarios. Varios de los intelectuales del barco escribieron sobre el exilio.

Vicente y Cecilia, como personas cultas de toda la vida, aprovecharon el diario para instruirse sobre el país al que llegarían. Al mismo tiempo le dedicaron su tiempo a su hija, la pequeña Cecilia. Luego de los días que pasó en Játiva, fue enviada con una familia de pasteleros en Francia, donde la cuidaron hasta mayo del ’39. Acabada la guerra, la pareja de médicos del bando republicano fue encerrada en un campo de concentración en Marsella, donde sus vientres se contrajeron y vieron morir a compañeros y amigos de hambre, enfermedad, tristeza; los más desgraciados agonizaban, los afortunados amanecían tiesos, con moscas merodeándolos. Al mismo tiempo que el sol los golpeaba en la cara, su hija comía biscochos y comenzaba a olvidar lo poco que había aprendido de español por el entorno francés. La felicidad es ingenua -pensará Cecilia Sanz Ridaura muchos años más tarde, frente a las tumbas de sus padres– mientras a mí me vestían muy mona y me regalaban juguetes, la vida de mis padres pendía de un hilo.

Pocos días antes del 26 de mayo, a los médicos se les presentó la oportunidad de abordar el Sinaia, sabían que cualquier cosa sería mejor a su actual situación. Pero había un dilema que Vicente puso sobre la mesa:

–No sabemos qué pasará allá. Podríamos morir de hambre. ¿Y si la dejamos? Que sea feliz aquí.

–…

–Podría ser más cruel llevarla. Se olvidará de nosotros, ¿y qué? Se trata de ella, no de nosotros.

–Se va con nosotros. He dicho.

Meses después estalló la segunda guerra mundial. De haberla dejado, su ineludible destino hubiera sido engordar la cifra de muertos por el enfrentamiento.

Amanecer tras amanecer, pasarán los días en el Sinaia. Harán dos escalas y finalmente, el 13 de junio de 1939, llegarán al puerto de Veracruz. Aquel puerto en donde estuvieron Hernán Cortés y sus conquistadores, donde se fundó la primera ciudad de la Nueva España, donde entró cualquier español que llegara durante la Colonia, donde dos años antes llegaron los llamados niños de Morelia. A ese mismo puerto llegarán y los recibirán con algarabía la gente veracruzana y miembros del gobierno. A Vicente y las dos Cecilias los enviarán a la Ciudad de México, donde llegaron todos los intelectuales del buque. El resto -obreros, trabajadores, profesionistas- serán enviados a Puebla, Hidalgo, Michoacán y Veracruz. Pasarán hambre. Faltarán las oportunidades. Entonces le llegará a Vicente una oportunidad de trabajo en Tampico, donde habrá una plaza de médico disponible. Sin conocer el lugar, ni la distancia, decide trasladarse con su familia. Ahí echarán raíces. La pequeña Cecy crecerá. Establecerán una nueva vida, apartados del resto de exiliados, pero siempre en la memoria, junto con el recuerdo de sus muertos, la familia que dejaron atrás, su país y sus ilusiones. Se llenarán de actividades, Cecilia, dando clases en la facultad de medicina, en algún periodo dirigirá la biblioteca municipal, al mismo tiempo le dará educación a su hija; Vicente se volverá un experto en paludismo y diabetes. El tiempo ocupado en labores les permitirá no pensar en la guerra ni la España tranquila. La juventud quedará atrás, pero sus sueños, no. Esos, renovados, recién comenzarán. Cecilia Sanz Ridaura seguirá la vocación de sus padres. Quedará España en el pecho. Todo lo demás en el pasado: las reuniones del partido, el rumor de la guerra, la guerra misma, las trincheras, el olor a sangre y su espesura salpicando los campos, sangre escurriendo de las plantas como el rocío matutino, los botines de soldado sin su cuerpo, el ruido de las armas, las cabezas muertas con los ojos abiertos, las moscas sirviéndose un banquete, el presagio de la derrota, las peleas internas entre comunistas y anarquistas, la imagen del comandante supremo del bando nacional, los ideales fascistas de ese bando, el rostro de odio de quien hace años los saludó en la calle, el ejército del Ebro propinando la batalla más sangrienta de la guerra, las fotos de las novias, madres o hermanas o quien sea en el bolsillo de los soldados, bombas alemanas arrojadas sobre civiles, la España de los reyes católicos, de Carlos I, Felipe II, la que expulsó a los árabes, la del siglo de Oro y la masificación de su lengua, la que empobreció y se pareció más a sus países colonizados que al resto de países colonizadores. La España que dejó de ser suya.

Y con el tiempo, se volverán tampiqueños, mexicanos.

Mientras llegan esos días, tratan de llenar sus estómagos con la comida que les brinda el Sinaia. Poco como para llenarse pero un privilegio al final de cuentas.

En el cielo de los primeros días de junio de 1939 ven un alcatraz que pronostica, como en los tiempos del Almirante, la llegada al Nuevo Mundo.

Ochenta años

 

Veracruz. Aquí llegaron mis abuelos con mi mamá en 1939. Aquí, a 18 días de distancia del puerto de Séte en ese año, y a pocos horas en estos tiempos. Ellos eran parte de los intelectuales, cultísimos en todos los aspectos. Cuando dejé de ser niña a los ojos de mi abuelo -porque no le agradaban mucho- me enseñaba su larga biblioteca, nos quedábamos platicando toda la noche sobre literatura, física, matemáticas. Todo lo que me enseñaba eran retazos de luz. Pero yo crecí en el Distrito Federal, lo que quiere decir que cuando en las vacaciones íbamos a Tampico, en cierto sentido, viajábamos a una parte de España. Para los 11 años yo ya sabía quién era Franco, de dónde venían mis abuelos y algunos detalles que mi infancia me dejaba entender. Sólo he pasado un año entero allí, a los 16 años porque mi mamá me envió como castigo. El día que llegué, Avi -como le decíamos al abuelo, y Àvia a la abuela- fue por mí al aeropuerto. Murió ahí. Todo el año que pasé la familia estuvo de luto. Estar en la biblioteca era un poco sentirme en su compañía. Y en realidad me la pasé ahí metida el año entero, ¡nunca leí tanto como en ese año! Me metía mi silla, mi coca y mi cenicero -se supone que no fumaba, pero como nadie entraba, lo hacía con toda libertad- y pasaba página tras página tras página.

Murió en 1981 y 18 años después mi abuela Cecilia. Ella sabía que los restos de ambos debían quedarse en México. Cuando cayó Franco y regresaron de visita a España, mi abuelo sólo dijo: “Esta no es la España que dejé”. Y nunca volvió. Era un hombre duro. La abuela sí regresó para ver a su hermana, se llevó a mi madre, dice que se la pasaron bomba. Se reían de todo mundo. Ella sabía encontrarle el lado bueno a las cosas.

Franco murió en 1975, recuerdo perfectamente ese día porque los abuelos, cuando apenas si tenían dinero, compraron una botella que guardaron en una repisa, a quien la viera uno de los dos le diría con la voz rasposa: esa botella es para cuando se muera Franco. Entonces, cuando muere, mi abuelo le llama a mi mamá:

–Murió Franco, murió Franco, ¡vengan, tenemos que abrir la botella!

Mi madre no fue, ¡y qué bueno! Porque resultó ser una falsa alarma, en la noche los medios desmintieron su muerte. Igual se murió a la semana y volvieron a abrir la botella. En esa ocasión sí fue mi mamá. Debido a que ella llegó muy chica a México es que yo tengo la edad de los de la tercera generación española en México, aunque en estricto sentido yo soy parte de la segunda.

Aun así ella se siente más mexicana que española, pero muchos de su generación tienen actitudes de españoles pese a que nacieron en México. Eso habla de su desarraigo. Como sus padres no tenían la intención en ningún momento de arraigar en México, prácticamente ni las maletas desempacaron. Ellos decían que Franco no podía durar mucho, sería cosa de meses, quizás años, no más; porque si la corona ya estaba derrocada, ¿cómo podía erigirse una dictadura? Impensable. Lo que hacían todo el tiempo era con miras a regresar. Las actividades que realizan las hacen para ellos, los colegios que fundan, incluso, tienen la intención de continuar la educación de los niños para que no se retrasen con sus estudios y puedan continuarlos una vez que regresen a España. Así nace el Colegio Luis Vives, La Casa de España y varias más. Pero el franquismo vive un largo tiempo, y los exiliados no regresaron. Eso llevó a grandes frustraciones de los que nunca arraigaron y para cuando se dieron cuenta ya llevaban toda su vida aquí y no conocían el país.

Lo peor de todo: cuando Franco muere, los hijos de los exiliados fueron a España -ellos dirían regresaron- creyéndose españoles y resultó que no era la España que les habían platicado sus papás. Una España idílica, falsa. Eso, en general, pasa con todos los exiliados, hay una invención del país que se deja, y la invención se la creen tanto que extrañan lo que inventaron y nunca existió. En el caso de los hijos que nacieron en el exilio de sus padres, extrañan lo que no conocen.

Hay gente de mi edad que sesea o que nunca ha probado el aguacate, dicen piscina en vez de alberca… y cosas que no tienen sentido porque no crecieron allá, eso habla de su desarraigo. Mi mamá libró ese fenómeno porque creció en Tampico.

Pero su desarraigo no significa que no permearan en la vida de México. Su influencia llega hasta el presente en las instituciones, por ejemplo, o en los intelectuales que han influido en los mexicanos: los Xirau, los Villoro, los Taibo… en fin, no se podría entender México sin hacer una parada por el exilio. Lo reconocemos como algo que nos llena de orgullo porque nos mostramos como un país hospitalario, el único que tan abiertamente recibió a tantos exiliados.

Veracruz. El puerto. Aquí estamos mi madre, mi padre y yo. Tal y como mis abuelos y mi madre acostumbraban venir a Veracruz el 13 -sólo lo hacían con ella, sus hermanos no eran parte de eso- y comer algo, cualquier cosa para conmemorar la fecha, así nosotros hemos venido. Mi madre, con sus más de 80 años, es de las pocas personas del Sinaia que aún vive. Observa el mar con todo el peso de la historia cayendo sobre sus hombros. Los recuerdos del barco son muy aislados, prácticamente no los hay, ¡y cómo!, si era una bebé. Pero con todo, siente un lazo fuerte con España. Es una conexión que comienza con el mar, este mar. Y se ha intensificado desde que murieron sus padres y perdió, de alguna manera, un poco de ese lazo. Ahora le gusta venir al puerto cada 13, ya no con ellos, a veces con la familia y a veces sólo con mi papá. Pero venir.

Estoy unos pasos atrás de ella. Veo su espalda poco erguida, también su cabello que se mueve con el aire. Da más pasos hacia delante, por momentos, parece que se meterá al mar. Y podría hacerlo, quedarse suspendida en el agua hasta que llegue la noche y se sienta a medio camino: entre España y México. Hija del exilio.