Alfredo González-Ruibal
Investigador científico, Incipit-CSIC
En los debates sobre inmigración circula la idea de que, si no queda más remedio que aceptar extranjeros, deberían ser personas como nosotras. Es decir, gente de orden, blanca y cristiana. Se hacía eco de esta idea, como de cualquier otra de extrema derecha, Isabel Díaz Ayuso. Afirmaba, refiriéndose a Latinoamérica, que "rezamos la misma religión, tenemos la misma raíz, hemos crecido juntos y tenemos la misma cultura". Frente a esos migrantes buenos que son como nosotros están los malos, fáciles de reconocer porque son negros o rezan religiones extrañas, por utilizar la sintaxis de Ayuso. También se les reconoce porque van armados con cuchillos o machetes, según el tópico favorito de la ultraderecha patria, o bien se comen al perro del vecino, en opinión de Donald Trump.
La caricatura del migrante musulmán o africano no es muy distinta de las de los judíos que fabricó el antisemitismo europeo entre mediados del XIX y la segunda guerra mundial. O a los estereotipos coloniales. Entonces, como hoy, se basan en dos cosas: la ignorancia y los prejuicios. La gente sabe muy poco del mundo islámico y aún menos de África subsahariana, así que resulta más fácil proyectar estereotipos negativos en gente de estas procedencias.
Habría que preguntarse, sin embargo, por qué un latinoamericano seguidor de una secta evangélica o practicante de santería es más parecido a nosotros que un sudanés sufí, un eritreo cristiano ortodoxo o un sirio laico –más allá de la coincidencia de la lengua. Está claro que las diferencias culturales se agigantan o achican según nuestro desconocimiento y el interés que tengamos en acoger a quienes vienen de fuera.
Frente a lo que nos hacen creer, la realidad es que, en un mundo urbanizado y globalizado, las diferencias entre migrantes y nacionales son cada vez menores. En el caso de gente de África subsahariana, minoritaria en España, la mayor parte procede de ambientes urbanos, cuentan con educación formal de estilo europeo y participan de la cultura popular global.
Las personas de entornos rurales tradicionales ni se plantean migrar a Europa. He trabajado en aldeas subsaharianas a lo largo de 25 años y sé lo que digo. La cultura de los que migran no suele incluir sacrificios a los espíritus ni escarificaciones rituales, sino vídeos de TikTok y superhéroes de Marvel.
Pero es que aunque fuera lo primero. Resulta bastante racista pensar que la diferencia cultural supone inmediatamente un atraso y un problema. Para mí un problema es el ruido nocturno -esa respetable costumbre española- no que mi vecina crea en los espíritus de los antepasados, lleve bubú o le disguste el pulpo a la gallega. Considerar salvajismo todo lo que no encaja en nuestros esquemas es pura mentalidad colonial. Como lo es pensar que el mestizaje está bien cuando los que migran son españoles –las bondades del encuentro cultural en América, que tanto exalta la derecha, y mal cuando es España la que recibe extranjeros.
Aun así, lo cierto es que la diferencia, como decía más arriba, resulta cada vez más pequeña. Y nada más elocuente al respecto que los objetos que los migrantes llevan consigo.
El arqueólogo italiano Luca Pisoni pidió a los refugiados de su ciudad, procedentes de Afganistán, Pakistán o Eritrea, que le enseñaran lo que pudieron traerse de sus países. ¿Y qué se encontró? Camisetas de fútbol, pelotas de cricket, maquillaje, biblias, coranes, rosarios, crucifijos, móviles. Y en los móviles, fotos de sus familiares, de sus casas, de su país.
El arqueólogo Oula Seitsonen y sus colegas registraron los objetos que quedaron abandonados en coches de refugiados sirios que llegaron a la frontera de Finlandia en 2016: ropa de hombre, de mujer e infantil, algunos juguetes, medicinas, latas de comida, CDs de Demis Roussos, Nazareth y Iron Maiden.
La forense Cristina Cattaneo exhumó los cadáveres de 528 personas que se hundieron frente a las costas de Libia en 2015 en un pesquero -cinco personas por metro cuadrado. Junto a los cadáveres, camisetas de la Juventus y el Real Madrid, fotografías de familiares, cepillos de dientes, una camiseta de Spiderman, auriculares, relojes, libros, móviles. Los eritreos llevaban cosida a la ropa saquitos de tela con tierra de su país. Un niño de Mali, de 14 años, su boletín escolar con excelentes notas: matemáticas, física, francés...
No sé cuántos inmigrantes necesita España, pero sí sé que la ultraderecha necesita muchos. Muchos negros terroríficos con machetes para ocupar el imaginario de los españoles. Porque sin ellos, quizá corramos el riesgo de empatizar con otros seres humanos. Y quizá nos resulte más difícil dejar que se ahoguen en el mar o se pudran en algún desierto.