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'El 47' Jonathan Martínez

 


Sostiene el volante con ambas manos. Lleva unas gafas oscuras y un bigotón caedizo y unas patillas rebeldes de caudillo latinoamericano. De vez en cuando se dirige a los pasajeros en un catalán voluntarioso y lleno de barbarismos, como si estuviera fundando una lengua nueva, como si tuviera que dar nombre a un mundo insólito e inestrenado. Es una lengua que aprendió por amor y que escuchó quizá por primera vez en los últimos años cuarenta, cuando llegó a Barcelona con una mano delante y otra detrás en busca del porvenir que no había encontrado en Extremadura. La pantalla centellea y por un instante aceptamos la ficción de que ese rostro no es el rostro del actor Eduard Fernández sino el de Manolo Vital, trabajador, migrante, dueño y señor del autobús que recorre la línea 47.

La película de Marcel Barrena se titula precisamente así, El 47, y tiene algo de epopeya suburbial y de canción de amor al heroísmo colectivo. Es cierto que Manolo Vital se labró una leyenda de titán justiciero, más cerca de Robin Hood que de El Lute, pero también es verdad que su historia es la historia de todo un barrio obrero, del barrio de Torre Baró, de sus sueños y desvelos, de las luchas vecinales que bullen en el olvido de los cinturones periurbanos. Para que instalen el suministro de agua. Para que extiendan el tendido eléctrico. Para que recojan la basura de modo que no nos devoren las ratas. Para que abran el alcantarillado y asfalten la pista de arena y nos concedan de una santa vez el lujo prohibitivo del transporte metropolitano.

No es la primera vez, ni mucho menos, que el cine se adentra en los vericuetos del éxodo rural. En esta ocasión la cámara se posa sobre el distrito barcelonés de Nou Barris pero bien pudo haber explorado otras geografías. A partir de los años cincuenta, con el fracaso de la autarquía y el hundimiento del agro, miles de personas abandonaron sus hogares y emprendieron un viaje incierto hacia los núcleos industriales. Nunca dejaban de ser aldeanos. Llegaban a la ciudad con una expresión de temor o de asombro, mano de obra barata para las peonadas, carne de metalurgia y servicio doméstico. Se alojaban en casetas de chapa y madera o vivían de patrona hacinados en apartamentos de poca monta.En 1951, José Antonio Nieves Conde llevó al cine la historia de una familia cándida y pueblerina que viaja a la capital para buscarse las habichuelas. El Madrid de Surcos es inhóspito y desagradecido. En el cuchicheo de las corralas, en los cafés de picadura y cerillero, uno apenas intuye un submundo de carestía, teatros de variedades y estraperlo donde reina la ley del más fuerte, el más vivo y el más mezquino. Algunos de los migrantes, atosigados por su sambenito de paletos, sucumben a la desesperación y al desempleo. Otros prosperan por las malas y se mimetizan con su entorno igual que esos peces marinos que adquieren el color dudoso de la arena en que reposan.

Surcos es una película audaz en una época ingrata para las audacias. Resulta difícil, sin embargo, no advertir en su resolución una moraleja desoladora: frente al libre albedrío de las ciudades, frente al pecado venial del tráfico y los adoquines, el migrante no tiene otra opción más saludable que regresar a la pureza original del terruño. Aquí no hay asambleas barriales. No hay octavillas ni pancartas ni pintadas proscritas en la fachada del ayuntamiento sino un precario refugio familiar frente aun mundo curtido de codazos y zancadillas. El neorrealismo expone la miseria pero es incapaz de ofrecer un horizonte de soluciones.

Bajo la dictadura franquista, la solución cinematográfica llegaba de la mano del No-Do para glosar las bondades del Instituto Nacional de la Vivienda. Que levante la mano quien haya vivido alguna vez en un bloque presidido por una placa brillante de yugos y flechas. Ahí está, para deleite de la propaganda gubernamental, la historia del barrio bilbaíno de Otxarkoaga. Hubo un tiempo en que el centro de la ciudad no contaba con los esplendores del museo Guggenheim sino con un ruinoso páramo de chabolas. Dice la prensa oficial que Franco visitó Bilbao en 1958 y pidió que construyeran en la anteiglesia de Begoña una decorosa urbanización para toda aquella pobre gente.

El cineasta Jordi Grau asumió el encargo de filmar la generosidad del Caudillo con un documental que empieza retratando las estrecheces del chabolismo y concluye con la gloriosa inauguración del Poblado Dirigido de Otxarkoaga. La historiografía reciente, no obstante, desmiente todos los triunfalismos. Aquel conjunto arquitectónico nunca hubiera existido de no haber mediado la presión de las autoridades municipales, de la prensa, de los empresarios y de Iglesia, que conocía de primera mano el sórdido trajín de los asentamientos, las aguas insalubres, los pobres de solemnidad que afeaban con sus harapos los aires jactanciosos de la dictadura.

La escritora Isabel Pérez Montalbán recuerda una infancia de viviendas benéficas, construcciones idénticas, tiestos con claveles, coplas, solares sin jardineras ni toboganes. Los ministros presumían de solidaridad pero nosotros no éramos para ellos mucho más que un hatajo de bestias sin modales. "Porque un techo no basta. Porque no hay dignidad ni en la pobreza ni en el hambre". Esa historia es la historia de tantos otros barrios obreros, de tantas personas que huyeron de aldeas recónditas arrastrando maletas de cartón y hablando con acentos de esperanza. No lo sabían entonces pero eran la semilla de todo lo que somos ahora.

El camino del migrante siempre se bifurca. Delante de sus ojos emerge la promesa de una vida futura pero deja a sus espaldas no solo una familia y una tierra sino sobre todo una sucesión de vidas posibles y descartadas. En su memoria todo se vuelve una hipótesis improbada. Una inaccesible conjetura. Tal vez por eso su vida real, el aquí y el ahora, desconoce la idea misma de lo imposible. A Manolo Vital le dijeron que no había forma de que el autobús metropolitano de Barcelona alcanzara una barriada tan remota e impenetrable como Torre Baró. Pero la comunidad de vecinos interpuso la fuerza de los sueños compartidos. Nadie sueña mejor que un pueblo despierto.