Este agosto he aprovechado para leer un libro, digamos, no muy veraniego. Mi padre, un defensor ortodoxo de la biblioteca pública, me dejó la última obra que tomó prestada. Se trataba de El maestro de la fuga, un libro de no ficción que recoge la historia de Rudolf Vrba, uno de los primeros judíos que escapó de Auschwitz. Más allá de lo impactante de sus condiciones de vida en el campo de exterminio, ya relatado otras veces en libros y en el cine, o lo arriesgado de su plan de escape, lo más interesante del libro es el motivo de su fuga. Quería informar al mundo de lo que realmente pasaba allí. No olvidemos que los nazis hablaban de reasentamiento de los judiós y tenían pabellones y zonas donde hacían "vida normal" para vender esa normalidad al exterior. Por ello Rudolf quería que el mundo supiera cuál era la realidad de Auschwitz-Birkenau. Buscaba poner en alerta a los países que seguían enviando a los judíos a los campos de exterminio sin conocer su destino y pedir a las potencias aliadas que ayudaran a frenar esa barbarie.
Con toda la información que memorizó para su plan, fue coautor del informe Vrba–Wetzler donde, con todo lujo de detalles, habló de lo que realmente hacían los oficiales de la SS, añadían un plano del lugar, con los hornos crematorio, la vía del tren ... todo. No quiso dejar nada a la imaginación para que el mundo abriera los ojos ante los crímenes que se estaban cometiendo con la complicidad de algunos gobiernos.o más sorprendente del libro es cómo, pese a sus advertencias tan detalladas, casi todo el mundo le dio la espalda. Ya fuera por incredulidad, por negocios o por complicidad. Arriesgaron su vida para informar de la miseria humana más absoluta y el mundo se negaba a abrir los ojos. Preferían mirar para otro lado o hacer otras batallas más personales que poner todo a su disposición para frenar esa matanza. Aunque sí sirvió su testimonio posteriormente, en el momento su frustración fue gigante al ver que el genocidio continuaba pese a que ahora esa información era de dominio público.Mientras leía la obra, escrita por el columnista de The Guardian Jonathan Freedland, no dejaba de ver paralelismos con la masacre en Gaza. Al fin y al cabo, la franja no deja de ser ahora mismo un campo de exterminio a manos de Israel y su gobierno sionista. Es la mayor cárcel a cielo abierto y no se permite salir de un territorio que no deja de ser bombardeado y masacrado día tras día. La diferencia es que aquí no ha hecho falta que escape nadie para informar del genocidio que se está cometiendo. No ha tenido nadie que tratar una estratagema y memorizar cada paso y cada acción de los soldados israelíes para decirle al mundo cómo viven, cómo los tratan, cómo los matan. Nadie ha tenido que escribir un informe secreto que hacer llegar a distintos Gobiernos con el fin de que se detenga el exterminio. Está siendo retransmitido día tras día y se están contabilizando las víctimas. Cualquier persona del planeta, con una simple búsqueda en Google, puede saber qué sucede en Gaza, quiénes son las víctimas y quiénes los culpables.
Pero al igual que sucedió con el informe Vrba-Wetzler, muchos ciudadanos y demasiados gobernantes, prefieren mirar para otro lado. En este caso no por incredulidad, sino por negocios o por simple complicidad. Por intereses económicos y políticos están dejando que suceda ante los ojos de todo el mundo el mayor genocidio en décadas. Y casi nadie hace nada. Es mayor la respuesta ciudadana (aunque sea pequeña) que la acción de la mayoría de los gobiernos, hasta los autollamados más progresistas. ¿De qué sirve reconocer un Estado reducido a cenizas? ¿De qué sirve poner en tu boca la palabra solidaridad mientras sigues vendiendo armas al Estado de Israel? Cuando en unos años (ojalá) los escombros, el humo y la sangre sean historia, nadie podrá decir que era difícil de creer lo que allí sucedía porque hay centenares de vídeos que muestran la barbarie y estamos prefiriendo escrolear para ver una receta o una foto de un famoso en una playa paradisíaca que detenernos en el dolor y en la rabia.