Foto: Genocida Alfredo Astiz.
— ¿Vos sos Astiz?
—Sí, ¿vos quién sos? —le contestó el hombre con desdén, mirando de costado y vestido con ropa de esquí, frente a una parada de ómnibus.
—Vos sos un hijo de puta que todavía tiene cara para andar caminando por la calle —le respondió irritado Alfredo Chávez. Diecisiete años antes había sido liberado del centro clandestino El Vesubio, en Buenos Aires, luego de pasar ocho meses secuestrado y desaparecido, torturado y con grilletes en sus pies, a sus 19 años. Ahora vivía en Bariloche junto a su familia, y esa mañana fría de invierno de 1995 no podía creer tener a mano a uno de los genocidas de la dictadura, fácilmente reconocible por cualquiera.
Muchas veces se había preguntado qué haría y cómo reaccionaría si un día, de casualidad —como ahora— tuviera delante suyo a uno de estos criminales, que tanto recordaba.
Chávez volvía de llevar a sus hijas a la escuela cuando lo vio parado en una esquina céntrica de la avenida Bustillo, la que lleva al Llao Llao. Pasó por allí dos veces con su vieja camioneta, hasta asegurarse que fuera él. Era.
Se bajó con el auto en marcha y caminó nervioso hasta tenerlo enfrente.
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El ex oficial de la Marina no atinó a frenar la primera trompada de Chávez. Le estalló en el medio de la cara. Astiz trastabilló y Chávez aprovechó para avanzar sin perder tiempo y volver a golpearlo, una y otra vez, con furia. Cada trompada iba a cuenta de algún compañero desaparecido. Recuerda que fue una catarata de golpes y patadas, y que le parecieron una eternidad. “Fue un desahogo, los criminales en la calle eran un clavo en el zapato, había que hacer algo”, contó más de una vez.
Astiz consiguió incorporarse y arrastró a su atacante hasta la mitad de la avenida. Los autos se detenían a observar la pelea. Chávez alcanzó a meterle los dedos en los ojos mientras lo insultaba desaforado. Hasta que un amigo que pasaba por allí bajó de su auto y lo separó. “Pará Chaveta, déjalo, déjalo”.
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Ensangrentado y en el piso, Astiz no atinaba a salir del aturdimiento mientras escuchaba sos un cobarde, vos y tus compañeros, se cagaron en las patas frente a los ingleses sin ofrecer resistencia, asesinaste adolescentes por la espalada, secuestraste monjas y Madres para tirarlas vivas al mar, basura, criminal.
Hasta que Chávez se cansó de humillarlo y su amigo se lo llevó, sacándolo de escena.
“Por gente como vos el país anda como anda”, fue lo único que atinó a decir desde el piso el hombre estrella de los grupos de tareas de la Marina. “Ese país” era el que en esos años tenía impunidad absoluta para todos ellos. El tiempo de la nulidad del Punto Final y la Obediencia Debida, el de los crímenes imprescriptibles, el de los vergonzosos indultos presidenciales.
Astiz, tambaleando, regresó al hotel donde se alojaba, acompañado de su novia. Era el Hotel Islas Malvinas, una mueca de la historia. Quedó “guardado” dos días, luego regresó a Buenos Aires en micro, de incógnito. Presentó una denuncia en la Justicia que no prosperó. Era la primera vez que ocurría algo así con un símbolo de la represión más brutal.
El episodio protagonizado por Luis Alfredo Chávez tomó vuelo mediático de inmediato. A pesar de la discreción que prefirió mantener (la televisión lo entrevistó pero de espaldas a la cámara) Hebe de Bonafini lo convenció de hacerlo público. Bautizaron el hecho como “La Piña de la Dignidad”. Llegó a conmemorarse durante años, cada setiembre, y hasta con recitales de La Renga en vivo.
Finalmente, llegó el tiempo de la decisión política de avanzar con los juicios y por ende con las condenas de lesa humanidad, sin que ocurriese en el país (hasta donde yo recuerde) un episodio similar.
El hombre que en los años más tenebrosos llegó a infiltrarse entre las Madres con nombre falso, el que marcó como Judas a los doce familiares de la iglesia de la Santa Cruz, el “valiente” que se rindió en Malvinas sin disparar un solo tiro, recibía hace tres años su segunda condena a cadena perpetua en la megacausa Esma. Mientras tanto, Dagmar Hagelin continúa desaparecida, al igual que –entre otros miles– las dos monjas francesas, Alice Domon y Léonie Duquet
Hoy se cumplen 26 años de aquella piña impiadosa –y pertinente– en el Sur.