Saltar ao contido principal

Argentina. Los morochos inventados de Milei

 



Las derechas extremas y no tanto del norte opulento la tienen fácil a la hora de inventar enemigos. Para algo están los inmigrantes, físicamente distinguibles, fácilmente definidos como “otros”, diferentes en lengua, costumbres, pilchas. Estas gentes hacen algo proactivo: vienen. Y eso está a un pasito de ser pintable como una invasión. Otra encarnación de la vieja idea, tan europea y tan bien viajada, de los bárbaros a las puertas de la ciudad.

Todo esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la realidad observable. Los patachos patéticos que contrabandean africanos desesperados no son la Armada Invencible. Los kurdos e iraquíes que se juegan la vida para llegar al norte no son la Wehrmacht. Los haitianos y centroamericanos que escapan la entropía de sus países y se apilan en la frontera sur de Estados Unidos no son una montonera.

Pero lo que vale en la mente extrema es que vienen. ¿Y a qué vienen? A sacarles lo que tienen, a colgarse de su bienestar, a laburar por menos de lo que ellos exigen, a robar aunque no sean delincuentes. Esta mentalidad de sitio funciona muy bien con esta nueva tendencia apocalíptica de las derechas extremas, eso que Donald Trump canaliza como un medium: estamos al borde del abismo y si no gobierno yo vamos a caernos, a ser destruidos.

Como toda teoría conspirativa viable y funcional, esta tiene un deus ex machina, un motor inmóvil que controla y alimenta lo que el extremista denuncia. Una de las más clásicas y pintorescas es la que explica que el poder global financiero es controlado no por multibillionarios o países poderosos sino por una logia formada por la reina de Inglaterra, el Vaticano y la Sinarquía judía, y que controla los flujos de dinero para su beneficio. El toque de juntar anglicanos, católicos y judíos en la bolada es muy clásicamente norteamericano.

En el caso de los inmigrantes, alemanes, ingleses y otros ricos comparten una idea también yankee, la del reemplazo de población. Según esta paranoiqueada, que los inmigrantes sean morochos no es casual, es una herramienta de las elites progres -Hollywood, tipos como George Soros y prácticamente toda la población de Brooklyn- para reemplazar al norteamericano común, trabajador y temeroso de Dios, blanco, con apellido inglés, protestante. El “nosotros” está en peligro de desaparecer tragado por una marea de “otros” facilitada por traidores a la raza.

Este miedo es alimentado, y cómo, por datos duros como que para el próximo censo, en 2030, los blancos van a dejar de ser una mayoría en Estados Unidos. Reducidos a la primera minoría, los extremistas se ponen nerviosos, se arman y votan a Trump. Y hacen escuela hasta en lugares donde ni remotamente esté pasando lo mismo, como Alemania. Los países del Este europeo tocan el ridículo denunciando un reemplazo de población a manos de los refugiados de guerra ucranianos que, que se sepa, son prácticamente todos blancos.

Este problema identitario es mucho más común de lo que se espera. Países de imagen simpática y democrática, como el Canadá, están entre los más duros en materia de visas y permisos. Las islas ricas de este mundo, como Australia y Nueva Zelanda, miran por encima del hombro al Asia vecina, con una mezcla de actitud británica y mentalidad insular. Hasta Irlanda, por cuatro siglos campeona mundial de emigración, se empezó a poner rígida apenas le sobró un euro.

La contradicción es que todos estos países tienen inmigrantes, con lo que se puede comer un buen curry aunque nieve y el café mejoró hasta en desiertos culinarios de antaño como Dublín. Los extremistas explican esto culpando a sus elites progres, que dejan entrar a cualquiera y dejan entrar a demasiados para dejar a los blancos en minoría y ganar poder. De paso, esta es la única precisión a la que se puede aspirar a la hora de pedir explicaciones sobre por qué las elites harían algo así. Después de todo, supuestamente ya tienen enormes poderes y pueden controlar hasta la etnicidad de la población. No importa, ya que es apenas una etiqueta y no un razonamiento.

Con lo que uno llega al corazón de la cosa con el enemigo imaginario, su utilidad para movilizar. Este martes, Trump repitió muy suelto de cuerpo un invento de las redes, que los inmigrantes latinos se estaban comiendo las mascotas de sus vecinos anglos en Springfield, Ohio. Además de ser la ciudad donde viven los Simpson, Springfield es una más en el cinturón de óxido que dejó la desindustrialización en EEUU. Cuando los moderadores del debate le señalaron que no había la menor evidencia creíble de la hecatombe de perros y gatos, Trump contestó medio sacado que igual era cierto. Cuando Kamala Harris le citó al intendente local diciendo lo mismo, su rival sonrió con superioridad y le espetó que “por supuesto” que el intendente iba a negarlo.

¿A quién le hablaba Trump? A su base, que ya cree en esas cosas solita y disfruta de sentirse validada.

Nuestro Javier Milei también usa estas técnicas, pero con la diferencia de que todavía no es creíble que vivamos una invasión de inmigrantes que vienen a comernos las mascotas. Argentina está muy lejos de la complacencia alemana, de la sensación de confort bajo sitio. Lo que nuestro Presidente hizo es construir un enemigo interno, inventar sus propios morochos, marcar la cancha y crear un otro al que hay que ningunear como ciudadano y atacar con la máxima violencia. Los libertarios, se sabe, actúan en nombre de las personas “de bien” y cuentan con protección divina. Lo que necesitan es un enemigo.

En campaña, el enemigo fue “la casta”, el rejunte abominable de políticos y empleados públicos a los que había que barrer. Esto tiene la ventaja de recordar el “que se vayan todos” de hace veinte años y, como tantas ideas conspirativas, permite colgar del árbol las cosas más absurdas. Como prometer que el ajuste lo iba a pagar la casta… idea tomada de la promesa de Trump de que el muro con México lo iban a pagar los mexicanos. Lo pagaron los norteamericanos con sus impuestos, como nosotros estamos pagando nuestro ajuste con nuestra pobreza.

La campaña, puede decirse, es ya los viejos buenos tiempos en que Milei era un candidato gritón y lo peor que te pasaba era que te trollearan a tanto el minuto. Pero otra cosa es gobernar, justificar diariamente cada cosa que hagas y tratar de explicar por qué nada sale como dijiste que iba a salir. La inflación sigue encajetada pese a la formidable recesión, y cada vez le queda más claro hasta al votante libertario la transferencia de recursos a los más ricos. En este país siempre movilizado y protestón, ya empezaron las marchas, y la cosa se puso más fea.

Es que el enemigo es el que marcha, la flamante parte de la casta. El que marcha es pobre, dependiente, pedigüeño, jubilado, zurdito. El que marcha quiere Estado, quiere industria, quiere infraestructura. Son gente que obviamente responde a los tenebrosos intereses de la casta que busca frenar el renacimiento argentino. Milei cuenta con una tonta amoral en la figura de Patricia Bullrich, que sigue creyendo que hay obediencia debida para los ministros. Bullrich le soltó la cadena a las fuerzas federales que controla, que empezaron gaseando jubilados y esta semana se graduaron a atropellarlos con las motos y gasear niñas de diez añitos.

De paso, ¿por qué la Prefectura tiene un escuadrón antidisturbios? Otra, ¿los efectivos federales creen que Milei va a gobernar por siempre y nunca nadie les va a pedir cuentas?

La cuestión es que la construcción del enemigo desde un gobierno es siempre violenta y la violencia ya está pasando de verbal a material. No es sólo intimidar a algunos para que se callen y no marchen, es definir un otro irreductible, con el que no se puede seguir conviviendo. Y nada impide que Milei termine también en la xenofobia más pueril contra los inmigrantes venezolanos y especialmente dominicanos, que son en buena proporción de ascendencia africana. Qué más querría un autoritario con tantas ganas de ser dictador…

Pero eso es a futuro y en política el futuro es un país exótico. En el aquí y ahora, los libertarios truchos que tenemos ya están inventado el “otro” para sus argentinos de bien. Como el racismo toma tiempo, se fueron a ese viejo amigo, el clasismo.