Marco Belloccio recrea, en una brillante producción y con un estupendo guion, el rapto de un niño por parte de Pío IX en 1858
Hace ocho años, Steven Spielberg tuvo la intención de dirigir una versión de esta historia. Por fortuna, nos libramos de la versión hollywoodiense y la ha acabado rodando, y magníficamente, un italiano: Marco Belloccio. Lo cierto es que la historia no puede ser más spielbergiana: niño judío, Edgardo Mortara, secuestrado por católicos fanáticos a mediados el XIX. El director de E.T. incluso pretendía elegir el papel del joven a través de audiciones abiertas en Europa y Estos Unidos y aunque había elegido a Mark Rylance (Mi amigo el gigante) como el Papa Pío IX y a Oscar Isaac como Mortara adulto, no encontró al niño actor adecuado y congeló el proyecto.
Finalmente, nos libramos del relamido Steven y podemos disfrutar de El rapto de Belloccio (84 años tiene y sigue en la brecha), con los ingredientes necesarios para salir muy bien parada y lograr buen cine: un guion brillante, un certero reparto, una estupenda producción (la película se rodó en el Palazzo d'Accursio, en Bolonia, en la iglesia de San Barnaba, en Módena y en la sinagoga Sabbioneta, cerca de Montova) y una delicada dirección.
Su poderosa y triste historia no deja indiferente: a mediados del siglo XIX, Pío IX, un papa enfermizo y podrido de poder, aplicó una ley de los Estados Pontificios que decía que si un niño judío era bautizado a espaldas de su familia lo convertía automáticamente en cristiano y ya no podía ser criado por padres judíos. Empleando esa feroz ley, los soldados del Papa irrumpieron en la casa de los Mortara, de religión judía, para secuestrar a su hijo de solo siete años.
A pesar de parecer una historia medieval, ocurrió no hace tanto. La noche del rapto, los gritos de la familia retumbaron en todo el vecindario y los residentes judíos y algunos miembros de la guardia papal se acercaron hasta el inquisidor local para pedirle que cambiara de opinión, pero aquel canalla sentenció que, al ser bautizado, Edgardo era cristiano y no podía ser criado por judíos. El niño fue arrancado para siempre de los suyos, el papa declaró ser el nuevo padre de Edgardo y se negó a devolver al niño, prohibiendo que volviera a tener contacto con sus padres. Así, El rapto narra la agotadora lucha de la familia durante dos décadas para tratar de recuperar a su hijo de las garras del mismísimo papa de Roma. Casi nada.El estupendo guion, del propio Bellocchio, Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati y Daniela Ceselli, nos adentra, ayudado por la provechosa banda sonora de Fabio Massimo Capogrosso (que en ocasiones recuerda al Wojciech Kilar de Drácula) en una película de terror, de vampiros. Literalmente. Aquí en poco se diferencia el rapto de un inocente por parte de un siniestro y sádico papa al rapto de Drácula a una de sus virginales víctimas. Incluso en alguna secuencia se usa el agua bendita con la misma intención sanadora de las películas de vampiros.
El filme habla de un secuestro moral y mental, el secuestro de la voluntad de un inocente
Y la semejanza funciona, aunque algunos críticos han hablado de maniqueísmo. Por ejemplo, Rubén Romero, que en Cinemanía habló de “evidente falta de simpatía de Bellocchio por la curia romana, que le lleva a un retrato maniqueo”. Se me escapa eso de la simpatía a la corrupta curia de Roma. Francamente, no se me ocurre leer a un crítico que Luis Buñuel, el director ateo por excelencia, mostrase en su cine “falta de simpatía por la curia romana”. Pero por suerte para Bellocchio, no todos los colegas pensaron igual. En Fotogramas Eulàlia Iglesias habló de “un cine histórico vibrante en lo narrativo, cuidado en lo evocativo y contundente en lo político” y en El País Elsa Fernández-Santos de “solidez y un pulso narrativo que no da un respiro” y de “una pesadilla aterradora en la que los monstruos llevan sotana”.
El tema principal de la película, que acaba de llegar a Movistar Plus+, tiene que ver con el rapto del título, pero no solo con un rapto físico. En realidad, el filme también habla de un secuestro moral y mental. Estamos ante el secuestro de la voluntad de un inocente al que se le anula y manipula en pleno desarrollo. Y se le obliga a seguir un dogma, unos ritos, un culto enfermizo y fanático.
El rapto, en definitiva, trata sobre un niño separado de su madre, entregado a una liturgia arcaica y absurda y al que no se le permite ser un hombre. Exactamente igual que Puyi, el protagonista de El último emperador, de Bernardo Bertolucci. Pero aquí, a diferencia de Puyi, que se rebela, estamos ante un evidente caso de síndrome de Estocolmo. Edgardo Mortara es desviado de tal manera de la vida real que acaba reconociendo a la secta católica como su única forma de vida, sustento y pensamiento. Lo dicho: una buena película de terror.En un momento de El rapto, el papa le pregunta al niño que ha raptado qué es el dogma y Mortara recuerda que son creencias indiscutibles y obligadas para los seguidores de la Iglesia. El espectador pronto comprende que no se diferencia mucho la religión que le han impuesto sus padres judíos sin haberle permitido madurar (algo que sigue perpetrando la mayoría de los que siguen religiones en este planeta) de la que le imponen sus secuestradores católicos. Por eso un recurso logrado, y recurrente, de la película es el montaje en paralelo de los ritos de judíos y católicos mientras el niño pierde la capacidad de prepararse como persona, crecer, conocer y desarrollarse, sin supercherías, como ser humano.
Bellocchio enseguida muestra a lo que se enfrenta el inocente, abducido por la Iglesia para convertirlo en un “soldado de Cristo” (el colmo de la obscenidad). Su secuestro es acompañado de un lavado de cerebro. Nada más iniciar su cautiverio, al pequeño le muestran al Cristo crucificado (“era judío, como tú”) y no es capaz de entender la tenebrosa iconografía católica. “¿Está dormido?”, pregunta. Y por las noches sueña con él en una especie de pesadilla digna del citado Buñuel: Edgar le libra de sus clavos y de la cruz y el nazareno abandona la iglesia en que estaba colgado. Una gran imagen.
Lo peor: la película tiene que mostrar tal cantidad de alucinantes acontecimientos que queda algo coja de momentos emocionales para sus personajes, sobre todo los referidos a Edgardo y su madre y a la tensa relación en la pareja que forman sus padres.
Lo mejor: el primer y último encuentro de Edgardo con su madre. También el encuentro final con su hermano.