Cuesta poco imaginarse el percal. Uno aprieta la ropa en la maleta, sale pitando hacia el aeropuerto entre fantasías voladoras, franquea todos los controles de seguridad y al final de la odisea descubre el pastel. Resulta que la compañía aérea, gestionada por patanes con ínfulas de corredores de bolsa, ha vendido más plazas de las que realmente ofrece. Un viajero se queda clavado con cara de primo frente al mostrador. Otro viajero monta en cólera y arma la de San Quintín porque a esto no hay derecho, chorizos, que sois todos unos chorizos. A esta práctica empresarial la llaman overbooking. Los anglicismos siempre suavizan la vileza de la estafa.
Hay un vídeo que anda rodando de móvil en móvil y que ha suscitado polémicas abrasadoras. En Barcelona, en la terraza de un Taco Bell, varios manifestantes disparan chorretones de agua a los turistas. La estridencia de las imágenes ha terminado por sepultar el mensaje de fondo, el hartazgo popular, las gentrificaciones, la expansión avasalladora de los pisos turísticos y un modelo de economía gaseosa que siembra pobreza a largo plazo. Nuestras ciudades están en overbooking. Hay gobiernos con ínfulas de compañía aérea que venden más plazas de las que realmente ofrecen, con la sutil diferencia de que esta vez están expulsando a los vecinos para que quepan los turistas.
Si traigo aquí la metáfora del overbooking es porque ese es el marco mental que moldea hoy el debate migratorio. Desde hace tiempo, el Gobierno español y las derechas andan a la gresca por la distribución de menores migrantes llegados a Canarias. En el reparto de plazas hay una voluntad meramente logística. De hecho, la propia UE plantea la asignación de refugiados bajo un sistema de cuotas. Sin embargo, bajo la solución humanitaria se esconde un mensaje aterrador. El lenguaje de los repartos y las plazas viene a transmitir la idea de que vivimos en una suerte de avión saturado. Que hemos vendido demasiados billetes. Y que muchos pasajeros deberán quedarse en tierra.
A tenor de las reacciones políticas, ha surgido la tentación de medir en la misma balanza el debate sobre el turismo y el debate sobre la migración. El pasado mes de abril, el PP celebraba la llegada de visitantes al País Valencià. "Cuantos más turistas mejor", decía el diputado Miguel Barrachina. Unos meses después, Vox sostenía que la izquierda trata de "sembrar en los andaluces el germen de la turismofobia". Ahora el PP de Barcelona clama contra las protestas de chorretón veraniego y Vox exige multazos para los manifestantes. La Rambla no recibirá el cariñoso apelativo de "estercolero multicultural". Cuestión de clase.El paralelismo entre turismo y migración no es mío. Las redes sociales se han llenado de comentarios xenófobos que caracterizan al turista como una fuente de riqueza al tiempo que dibujan al migrante como un portador de miseria. En esa artificial dicotomía, que mide el valor humano por el grosor de la cartera, olvidan a las jornaleras de la fresa sobreexplotadas en Huelva, a los temporeros de la fruta que duermen al raso en Lleida, a las trabajadoras del hogar, a los obreros de la construcción, a las Kellys y a las camareras que sostienen precisamente el sector turístico con jornadas extenuantes y remuneraciones irrisorias.
En esa artificial dicotomía, digo, olvidan que el turismo de masas se sujeta sobre los alambres de la precariedad laboral, la temporalidad, la discontinuidad, la tacañería salarial y el encarecimiento de la vivienda. Dice un estudio de la URV que los trabajadores del turismo en Barcelona no solo experimentan peores condiciones de empleo que en otros sectores sino también una mayor tendencia a ser expulsados de la ciudad por la presión inmobiliaria. Pero los datos no importan donde reina el oportunismo. Ahí está Vox para forzar la comparación y acusar a las administraciones de tratar a los menores migrantes "como si fueran turistas".
Tras esa falsa equivalencia hay otra trampa regulada por criterios monetarios o de ejemplaridad. En 2018, Emmanuel Macron concedió la nacionalidad francesa a un joven maliense que trepó la fachada de un edificio para salvar a un niño. El pasado marzo, el Gobierno de Sánchez concedió la nacionalidad española al luchador georgiano Ilia Topuria. Dice el futbolista Iñaki Williams que el racismo suele desaparecer cuando tienes mucho dinero. O cuando obtienes cierta gloria, cabe añadir. No debería hacer falta llamarse Lamine Yamal ni encarnar ninguna clase de heroísmo para gozar del respeto que cualquier ser humano merece.
El pasado domingo, durante las celebraciones del Nuevo Frente Popular en París, un viejo lema antirracista gobernaba el monumento de la Plaza de la República: "Francia es tejido de migraciones". Algunos diarios españoles tiraron del diccionario Vox y lo tradujeron como "Francia es de los inmigrantes". Quisieron alcanzar la victoria con bulos y terminaron aderezando con bulos la derrota. En las sedes lepenistas reinaban las mismas caras largas que en los cuarteles de Génova. El mundo es tejido de migraciones por mucho que Feijóo se vista de Abascal y quiera desplegar la Armada en los mares donde mueren ahogados los sueños de tanta gente.
En 2023, Macron impulsó una ley de inmigración que asimilaba algunas de las demandas más intransigentes de la extrema derecha. Creyó el presidente francés que jugando con las cartas de Marine Le Pen podría frenar el crecimiento de los ultras. Le salió el tiro por la culata. Frente al brillante original, las pálidas copias no presentan ningún futuro. Deberían saber los liberales que hay overbooking de partidos ultraderechistas. Que ya no caben más charlatanes intolerantes en ese avión. Y que los votos son habas contadas. Toma nota, Feijóo, antes de que vuelvan a dejarte en tierra.