"El establecimiento de fronteras para la inmigración es una decisión política que debe ser impugnada para construir otra sociedad donde las personas tengan la misma libertad de movimiento que el capital", escribe la autora.
Estos marcos están teniendo una traducción electoral. Los resultados en las elecciones catalanas, con la irrupción de Aliança Catalana; el éxito de fuerzas de extrema derecha en las elecciones europeas del 9 de junio; o el fortalecimiento del partido de Marine Le Pen en Francia, son sólo tres ejemplos de la traslación política de unas ideas excluyentes que vuelven a la Europa del siglo XXI. Ahora, con unos nuevos protagonistas como chivo expiatorio de los males sociales: los inmigrantes.
Otras fuerzas políticas se están sumando a los discursos de la ultraderecha, sea por un cálculo estratégico de disputa electoral, sea porque comparten principios o intereses. Así, pudimos oír hace días al portavoz del PP estatal pedir que se desplieguen buques de guerra para cerrar el paso a la llegada de cayucos. Aunque la política migratoria de la Unión Europea no está muy distante de estas premisas securitarias, este discurso abiertamente bélico era políticamente incorrecto hasta hace dos días. Sólo lo verbalizaban con esta sinceridad líderes como Giorgia Meloni, en Italia, y otros jefes de partidos de extrema derecha. En la actual coyuntura ya no. De hecho, los miembros del G-7 en su última reunión decidieron incluso adoptar la política migratoria de Meloni, dejando claro que los países más desarrollados del mundo comparten las interpretaciones de una ultraderecha que ve en el desplazamiento de poblaciones una nueva amenaza económica, cultural o política.
El argumentario para justificar la exclusión de los recién llegados a un territorio que se considera propio y exclusivo de quienes ya viven allí lleva tiempo preparándose. Requiere de la elaboración de toda una serie de representaciones que sirven para movilizar a las partes más irracionales del ser humano, como son los prejuicios. Apelar al odio y al miedo es primordial para la ultraderecha y parece que proporciona buenos resultados electorales. De este modo, las personas que han nacido en otro Estado pasan a ser criminalizadas, señaladas como responsables de la inseguridad en los barrios, de la pérdida de los valores de Occidente, de un fantasmagórico «reemplazo demográfico», de los problemas de la clase obrera -como si ellas no formaran también parte de la clase obrera- o, incluso en el caso de la realidad catalana, de un retroceso de la lengua y cultura catalanas por culpa de unos inmigrantes que «no se integran»
Xenofobia en nombre de la defensa de la clase obrera
La instrumentalización de los intereses de la clase obrera para legitimar posturas racistas y xenófobas por parte de la ultraderecha no es nueva. Lo que sí es un fenómeno novedoso, pero con reminiscencias históricas, es encontrar a autoproclamados comunistas usando los mismos argumentos de la ultraderecha a la hora de abordar la relación de la clase obrera con la mano de obra inmigrante. Se trata del tipo de marxista que haría volver a decir a Marx lo de «yo no soy marxista» -frase que utilizó para diferenciarse de aquellos que se declaraban sus seguidores sin conocer verdaderamente sus ideas-. Lo preocupante es que quienes venden este marco no son sólo grupúsculos políticos cercanos al neofascismo o al falangismo español, como puede ser el Frente Obrero a escala estatal, sino también ciertos militantes o simpatizantes de los partidos comunistas que, en los últimos años, están experimentando una delirante deriva rojiparda.
El ejemplo paradigmático lo tenemos en Alemania. El nuevo partido Alianza Sahra Wagenknecht por la Razón y la Justicia (BSW por sus siglas en alemán), comandado por el exlíder del partido de izquierdas Die Linke, obtuvo más del 6% de los votos en las europeas con un discurso de limitación de la migración. En una entrevista en la revista marxista New Left Review, Wagenknecht hablaba de la necesidad de regular la migración. Se mostraba crítica con el “régimen de migración neoliberal” pero el uso de esta etiqueta, o su supuesta crítica al capitalismo, no logran esconder un discurso que, si no es exactamente calcado del de la extrema derecha, se le parece demasiado. Y no sólo porque su partido haya sostenido el discurso de la existencia en Europa de «sociedades paralelas de influencia islamista», un elemento central en el argumentario de la extrema derecha islamófoba.
De hecho, Wagenknecht adopta parte de la prédica de Meloni cuando dice que “es mucho mejor que la gente pueda encontrar educación y empleo en sus países de origen, y deberíamos sentirnos obligados a ayudarles en esto”. Tanto Meloni como Wagenknecht han llegado a hablar del desigual intercambio entre países y de la fuga de cerebros del Sur global. Un discurso que, aparentemente, podría apoyar cualquier persona de izquierdas. Sin embargo, el enfoque de izquierdas no es tal.
En la entrevista, la líder alemana enfatiza la idea de la escasez de recursos, en cómo la llegada de solicitantes de asilo que huyen de las guerras impacta y “crea una intensa competencia” que “alimenta la xenofobia”. Dice que «no es justo para los recién llegados, pero tampoco es justo para las familias alemanas que necesitan una vivienda asequible, o cuyos hijos acuden a escuelas donde los profesores están completamente desbordados porque la mitad de la clase no habla alemán». Wagenknecht introduce el elemento de clase al afirmar, a continuación: «Y esto es siempre en las zonas residenciales más pobres, donde la gente ya está bajo estrés».
Cierta izquierda aplaude a Wagenknecht porque expresa lo que muchos piensan y, además, lo dice con la legitimidad de defender a la clase trabajadora ante los problemas derivados de un Estado sobrepasado por la llegada de refugiados. Pero lo que está haciendo, en realidad, es dividir a la clase obrera en líneas nacionales, una idea denunciada hace siglos por el propio Karl Marx. Éste analizó los conflictos que existían también en su época entre trabajadores ingleses e irlandeses pero, a diferencia de Wagenknecht, dio una respuesta política en la unidad de lucha de la clase trabajadora. Un elemento ausente en estas nuevas fuerzas supuestamente de izquierdas, que siempre hablan implícitamente en la misma lógica de división que utiliza la ultraderecha entre los autóctonos y los de fuera. Al fin y al cabo, el de Wagenknecht es un discurso antiinmigración que no deja de ser más que una postura nacionalista incapaz de dar respuesta a los desafíos globales desde una perspectiva de clase.
Es evidente que un posicionamiento verdaderamente anticapitalista no apuntaría sólo a la descripción de la disputa por los recursos escasos entre los de abajo, sino a denunciar a los de arriba y a exigir un nuevo reparto para todos, sin distinción de origen ni de momento de llegada. Se trata de politizar las desigualdades en lógica vertical, no horizontal, evitando la confrontación entre los pobres por las migajas.
Izquierda e inmigración
El ejemplo de Wagenknecht nos sirve para ilustrar las dificultades de la izquierda a la hora de hablar de migración con un discurso diferenciado del que tiene la ultraderecha. Estas fuerzas han logrado que muchas personas, incluso progresistas, acaben asumiendo sus marcos de análisis donde se presenta la inmigración como problema vinculado con la inseguridad y la delincuencia.
Sin embargo, para no ser acusados de racistas ni xenófobos, hay quienes dicen defender el derecho a inmigrar aunque, acto seguido, destacan los impactos negativos en la convivencia por el supuesto aumento de la delincuencia, contraponiendo a los nuevos inmigrantes con los ya los establecidos, e insinuando que los primeros son los responsables de la inseguridad. Es curioso que, para estas personas, los problemas de convivencia se expliquen por la llegada de trabajadores inmigrantes y no por los problemas de infraestructuras, servicios, financiación, enseñanza, etc., que comparten el conjunto de ciudadanos. Pero es aún más curioso que quieran presentar sus prejuicios como hechos incuestionables. Vinculan la inmigración con mayor delincuencia utilizando datos aislados, sesgados, sin análisis previo o directamente falsos. Sin embargo, obvian otros numerosos datos y estudios de algunos especialistas del ámbito de la criminología o la sociología, que desmontan sus premisas demostrando que no tienen ningún respaldo empírico. Como explica el politólogo y criminólogo Albert Sales, en España la migración ha aumentado en las últimas décadas en paralelo a la disminución de los delitos.
La izquierda no debería necesitar poner datos sobre la mesa para desmontar los discursos de quienes azuzan la xenofobia antiinmigración. Esto no significa infravalorar las problemáticas que pueden presentarse en los barrios obreros por unos servicios insuficientes o deficientes, por choques puntuales de convivencia entre personas, por inseguridad, etc. Hacerlo es importante para evitar que otros canalicen el malestar con sus recetas excluyentes. Pero una cosa es reconocer la existencia de ciertas situaciones y otra muy distinta interpretar que estos hechos están causados por la responsabilidad exclusiva de la llegada de trabajadores de otras partes del Estado o del mundo.
Conviene no olvidar que estigmatizar a los inmigrantes va de la mano de la estigmatización de barrios enteros por parte de personas que dicen defender a la clase obrera pero no han pisado un barrio obrero en su vida. Por eso quizás no han tenido que convivir con vecinos de todas las latitudes, lo que les lleva a presentar una imagen muy distante de la realidad mayoritaria de convivencia en los barrios obreros donde los trabajadores de distintos orígenes comparten espacios.
En los barrios obreros hay problemas puntuales entre vecinos, por supuesto, e incluso puede haber una minoría de gente que tenga problemas con un vecino o vecina de otro origen nacional o cultural. Pero esto sólo provoca incomodidad y respuestas xenófobas entre las personas que buscan explicaciones basadas en prejuicios. Estas personas existen, sin duda, pero seguramente en mucha menor proporción que en los barrios acomodados. En cualquier caso, la clase trabajadora consciente no cae en la trampa de convertir un problema con un vecino determinado en representativo del comportamiento de toda una colectividad. Creer que el origen nacional es lo que explica las acciones de determinadas personas, incluso cuando son delincuentes, supone hacer de los casos particulares una universalidad. Esto es lo que hace la ultraderecha y lo que nunca debe hacer la izquierda.
Ante la preocupación de un sector de la clase trabajadora que enfoca mal a su enemigo, la izquierda debe ayudar a identificar cuáles son las causas estructurales que explican los problemas de nuestra clase y que tienen un nombre: capitalismo. Romper el falso mito que acusa a los inmigrantes de recibir todas las ayudas es una de las maneras concretas de hacerlo también. Pero, aparte de mostrar los datos, la izquierda debe decir claramente, sin miedo, que en una situación de carestía, los pocos recursos existentes deben repartirse con equidad. No se trata de que las personas se conformen con el statu quo ni de convencerlas desde el aleccionamiento externo sino desde la legitimidad que proporciona la vivencia compartida de las mismas carencias. Y, evidentemente, sin perder de vista nunca, y recordando siempre, que ser de izquierdas significa, ante todo, luchar para que haya recursos para todo el mundo, no cerrar la posibilidad de que otros puedan tener acceso a ellos porque han llegado después a un territorio.
Los inmigrantes y “nuestra cultura”
Los barrios populares, ya sea en el área metropolitana de Barcelona o en el interior de Catalunya, han sido siempre el lugar de llegada de varias oleadas migratorias. Se calcula que el 65,8% de la población catalana actual es inmigrante o descendiente de inmigrantes. Sorprende, entonces, que siendo muchas personas hijas de la migración persistan prejuicios contra los recién llegados, también entre gente que ha sido protagonista, directamente o en la experiencia familiar, de este fenómeno en otro momento histórico.
Aliança Catalana ha puesto sobre la mesa discursos abiertamente xenófobos. Pero hay otras voces que, escudándose en la defensa de una lengua y una cultura minorizadas, expresan prejuicios similares sobre las personas que vienen de fuera. A Sílvia Orriols, la líder de Aliança Catalana, la detectamos perfectamente, pero, ¿por qué nos cuesta tanto ver la xenofobia o los prejuicios antiinmigración de los discursos hechos desde un nacionalismo catalán conservador e, incluso, presentes entre algunas personas que se consideran progresistas?
Estos argumentos supremacistas los podemos encontrar, de forma sutil, detrás de una mirada que concibe a los inmigrantes como menores de edad, objetos antes que sujetos, que deberían adaptarse a la imagen o necesidades de los que llegaron antes a un territorio que se presenta como propio. A veces se trata de discursos que parecen hechos con buena intención, pero que son igualmente autoritarios y reaccionarios. Son aquellos que dicen que los inmigrantes deben “integrarse” en “nuestra cultura” y responder al perfil de catalanidad (o españolidad) que se establece como ideal. Y no, por integrar no nos referimos a conocer y utilizar la lengua propia de Catalunya, el catalán, que debería hablar todo el mundo que viva en este territorio. Nos referimos a la idea de integración vinculada a la adopción de determinadas prácticas culturales asociadas a imaginarios que se consideran garantes de una identidad que representaría las esencias de la catalanidad. Una lógica que pueblos como el gitano conocen bien, pues llevan siglos sufriendo la exigencia de “integración” a pesar de ser parte de la sociedad catalana desde hace siglos.
Dejando a un lado el hecho de que ninguna identidad cultural es estática ni se vive igual por parte de los diversos habitantes de un mismo territorio, se olvida que las diversas culturas han sido el resultado de un proceso de interacción entre poblaciones, que portaban modos hacer y vivir que se han ido agregando o modificando con el intercambio con otros. Es un proceso dialéctico en el que ambas partes se transforman y que, si no hay elementos de violencia colonial, no tiene por qué ser negativo. No hace falta ser un experto en antropología para darse cuenta de ello. Basta convivir con personas nacidas en otros territorios para comprobarlo. El esencialismo de quien piensa que hay una catalanidad -o una españolidad- inamovible, que responde a una serie de parámetros idílicos en su mente, en los que deben encajar todos los que vienen de fuera si quieren ser aceptados, es un discurso iluso, además de reaccionario.
Por tanto, presentar a los inmigrantes como fuente del problema de retroceso de “nuestra cultura” o de “nuestra lengua”, incluso desde posiciones de supuesta izquierda, no deja de ser un ejercicio de criminalización que aleja a los inmigrantes de la posibilidad de un acercamiento más fluido a la sociedad de acogida. A menudo, los llamados guetos se generan no sólo por una voluntad de continuar con las costumbres de origen, sino porque no se percibe tampoco una receptividad en el otro lado a ser aceptado con sus propias características. Pero lo más grave es que, en un contexto como el actual, estos argumentos esencialistas que se centran en preservar la propia cultura acaban dando legitimidad a las posiciones excluyentes de la extrema derecha.
Algunas ideas finales
Quizás la raíz del problema parte de una premisa errónea: creer que los inmigrantes son el otro cuando, en realidad, los inmigrantes somos todas y todos. Por tanto, hablar de inmigración es hablar de nosotros, de nuestro pasado y quizá de nuestro futuro. Nuestra condición de inmigrantes depende del momento histórico y del territorio y, permitidme, en última instancia el planeta Tierra no es de nadie, sino de todos, y las fronteras son una construcción humana; una elaboración histórica que puede servir para erigir muros entre personas, justificar procesos de desposesión de determinados pueblos con menos poder o encapsular naciones, como sabemos en Catalunya. Por tanto, el establecimiento de fronteras e impedimentos a la inmigración es una decisión política que puede y debe ser impugnada para reclamar la construcción de otra realidad donde los seres humanos tengan la misma libertad de movimiento que tiene el capital en este mundo. Un capital que, por cierto, gana mucho más con una mano de obra inmigrante sin derechos.
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