Tiempos hubo en que los reporteros se lanzaban a la calle a descubrir la verdad y a denunciar las miserias del mundo. En 1902, Jack London se disfrazó de vagabundo y se internó durante meses en los barrios pobres del East End para dar fe de del infierno en el que habitaba el proletariado londinense. Hoy no se puede leer Gente del abismo, el formidable reportaje de London, sin comprender a qué precio se forjaron las grandes fortunas del capitalismo y sin apretar los puños de rabia.
Más o menos por esos mismos años, un joven Azorín recorría Andalucía observando y anotando las condiciones infrahumanas en las que sobrevivían los labriegos y jornaleros de la época. Cuando el director de uno de los periódicos que le publicaban -no recuerdo ahora si fue El imparcial, El Globo o España- leyó en una de sus crónicas las cuentas que echaba Azorín junto a un pobre campesino, preguntándole cómo diablos hacía para dar de comer a su familia con cuatro reales, le dijo que se dejara de historias y que volviera a la redacción, que los lectores no querían saber esas cosas.