Fue un momento lindísimo: esperaba al metro en el andén de la línea seis cuando escuché al árbitro pitar el final del partido a través de la radio que llevaba prendida en mi oreja. Todos a mi alrededor también iban pendientes de la Selección, pero yo fui el primero en enterarme porque el resto de los viajeros veía el España-Inglaterra en sus móviles, los cuales, dependiendo del sistema elegido – la web de RTVE, la app, alguna plataforma externa tipo Movistar+ – retransmitían el encuentro con diferentes segundos e incluso minutos de retraso; de veras que fue muy tierno escuchar en aquel andén gris, como lo son todos en la línea seis, las celebraciones desacompasadas, como son los bailes de fin de curso en el cole, de los viajeros a los que les llegaba a trozos la noticia de que España ya era campeona de Europa.
No me gusta el fútbol, pero me encantan las sensaciones que despierta el fútbol; me aburren muchísimo los partidos, pero soy adicto al placer que desatan. Es uno de esos placeres inútiles e innecesarios que nos hacen humanos, como comer con gula o correrse con condón; es un placer gozoso y pecaminoso que hace temblar a los cristianos que no tienen Biblia y provoca vibraciones con una inyección de hedonismo y despreocupación que ojalá pudiéramos comprar al peso: quizá mañana no pueda pagar el alquiler o deba derramar lágrimas sobre el papel blanco del finiquito, pero hoy quiero disfrutar, agitar los puños y olvidarme de todo. Minutos después de la victoria, todo el espectro político español comenzó a lanzar comunicaciones en Twitter, esa red social que se ha convertido en el nuevo portavoz oficioso de lo que pasa en España. Entre todos los mensajes, la mayoría de ellos alegres, destacaban los de varios políticos progresistas – aquí estamos a lo que estamos – que celebraban hasta la extenuación el lado más político de la victoria, desde el multiculturalismo de la Selección hasta la resignificación de la bandera – que alguien me explique esto, que no lo termino de entender muy bien –. También había, pues en todas las casas hay tristes, presuntos progresistas de pedigrí falsificado que criticaban la heterosexualidad del fútbol – pocos mensajes se me ocurren más homófobos que este, pero eso es otro tema – y demás consignas que lejos de ser rojipardas o wokes, son sencillamente aburridas.
Soy consciente de que todo en esta vida es político, desde la forma de ver el gris deprimente de la línea seis hasta los memes de los chavales cada vez que Morata comete un atentado futbolístico, pero como bien apunta la periodista Marta Casais, es bastante triste que solo se saque el tema cuando la gente está disfrutando: todo es político, desde luego, pero no debe sacarse el lado político todo el rato.
No podemos pretender que hasta en las celebraciones, ese momento donde nada importa y Dios no existe, todo se reduzca a la interpretación política de un hecho, pues en el mundo real de los que no tienen Twitter ni ven ningún dogwhistle en que unos veinteañeros corran por la banda vestidos de rojo quedamos como unos auténticos memos: unos memos que no saben disfrutar de un placer absurdo y divertido y genial sin tener que buscar una justificación útil.
Fue un momento lindísimo: esperaba al metro en el andén de la línea seis cuando escuché al árbitro pitar el final del partido a través de la radio que llevaba prendida en mi oreja. Todos a mi alrededor también iban pendientes de la Selección, pero yo fui el primero en enterarme porque el resto de los viajeros veía el España-Inglaterra en sus móviles, los cuales, dependiendo del sistema elegido – la web de RTVE, la app, alguna plataforma externa tipo Movistar+ – retransmitían el encuentro con diferentes segundos e incluso minutos de retraso; de veras que fue muy tierno escuchar en aquel andén gris, como lo son todos en la línea seis, las celebraciones desacompasadas, como son los bailes de fin de curso en el cole, de los viajeros a los que les llegaba a trozos la noticia de que España ya era campeona de Europa.
No me gusta el fútbol, pero me encantan las sensaciones que despierta el fútbol; me aburren muchísimo los partidos, pero soy adicto al placer que desatan. Es uno de esos placeres inútiles e innecesarios que nos hacen humanos, como comer con gula o correrse con condón; es un placer gozoso y pecaminoso que hace temblar a los cristianos que no tienen Biblia y provoca vibraciones con una inyección de hedonismo y despreocupación que ojalá pudiéramos comprar al peso: quizá mañana no pueda pagar el alquiler o deba derramar lágrimas sobre el papel blanco del finiquito, pero hoy quiero disfrutar, agitar los puños y olvidarme de todo.
Minutos después de la victoria, todo el espectro político español comenzó a lanzar comunicaciones en Twitter, esa red social que se ha convertido en el nuevo portavoz oficioso de lo que pasa en España. Entre todos los mensajes, la mayoría de ellos alegres, destacaban los de varios políticos progresistas – aquí estamos a lo que estamos – que celebraban hasta la extenuación el lado más político de la victoria, desde el multiculturalismo de la Selección hasta la resignificación de la bandera – que alguien me explique esto, que no lo termino de entender muy bien –. También había, pues en todas las casas hay tristes, presuntos progresistas de pedigrí falsificado que criticaban la heterosexualidad del fútbol – pocos mensajes se me ocurren más homófobos que este, pero eso es otro tema – y demás consignas que lejos de ser rojipardas o wokes, son sencillamente aburridas.
Soy consciente de que todo en esta vida es político, desde la forma de ver el gris deprimente de la línea seis hasta los memes de los chavales cada vez que Morata comete un atentado futbolístico, pero como bien apunta la periodista Marta Casais, es bastante triste que solo se saque el tema cuando la gente está disfrutando: todo es político, desde luego, pero no debe sacarse el lado político todo el rato.
No podemos pretender que hasta en las celebraciones, ese momento donde nada importa y Dios no existe, todo se reduzca a la interpretación política de un hecho, pues en el mundo real de los que no tienen Twitter ni ven ningún dogwhistle en que unos veinteañeros corran por la banda vestidos de rojo quedamos como unos auténticos memos: unos memos que no saben disfrutar de un placer absurdo y divertido y genial sin tener que buscar una justificación útil.
No defiendas a Lamine Yamal o Nico Williams por ser multiculturales después de haber ganado una Eurocopa, pues los que debes convencer de algo te empezarán a mirar como al profe de informática que en las guardias solo dejaba jugar a juegos educativos: defiéndelos porque juegan al fútbol como dioses chicos.