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Celso nunca le puso la mano encima, pero más de una vez la echó de casa, enfurecido por algún motivo, y ella se escondía en el camino para que no la vieran los vecinos con la criatura de turno en brazos. Así era aquel hombre, recto y honrado como pocos, pero de genio vivo, intransigente y colérico. Alguna noche de invierno, tremebunda e intempestiva, la hija mayor acudió en ayuda de la madre para librarla de la lluvia y el fango del camino y la subió a pulso por el hueco del piso desde el establo de los animales, que calentaban la vivienda instalados en las cuadras situadas en la planta baja. Con los hijos era igualmente cruel y exigente en las tareas cotidianas, llevado por la obsesión de conformar un capital en fincas para que toda la prole pudiera heredar. La aldea era zona de viñedos, organizados en minifundios repartidos en distintas ubicaciones y ensartados en zonas de monte que servían para dar pasto a las bestias. El cosechero vendía el vino que elaboraba la familia de las uvas de cepas centenarias que había heredado de sus ancestros y aumentado por su esfuerzo y el de su descendencia. Con las ganancias –que atesoraba en duros de plata– compraba más tierras de cultivo, lo que suponía un trabajo mayor y más sacrificios para seguir aumentando el capital. El sueño de todo agricultor minifundista de la Galicia de principios del siglo XX era disponer de terrenos suficientes como para repartir entre la prole su herencia, de forma minuciosamente justa y equitativa.