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JUAN CARLOS MONEDERO COMIENDO TIERRA

 

Pasar de verdad por la universidad



Cada vez que los estudiantes universitarios despiertan, despierta con ellos la política democrática, despierta la propia universidad, que se despereza y vuelve a pensar, y despierta el dormido nervio común de nuestras sociedades, indiferentes y entretenidas necrosándose en su aburrimiento. Esto vale para EEUU, para Alemania, Francia, Argentina, Egipto, Túnez o China.

En España pasó en los años 50, cuando fueron expulsados Tierno Galván, Agustín García Calvo, Aranguren y, en solidaridad, se marchó con ellos José María Valverde; pasó al final del franquismo, con estudiantes tirados por la ventana y asesinados por la policía de Manuel Fraga, fundador del Partido Popular; ocurrió lo mismo en el entorno del referéndum de la OTAN y de la primera huelga general de la democracia, donde era el PSOE el dueño de las porras de los antidisturbios. Pasó el 15M y está volviendo a pasar, cuando la democracia española vuelve a oler a naftalina y, sobre todo, huele a fósforo blanco en Palestina. Los universitarios españoles han decidido no esperar a ver qué pasa con los cinco días de reflexión del Presidente Sánchez y han preferido pasar a la acción y convocarse en asamblea para pensar y hacer juntas y juntos algo decente en un mundo podrido. Por ejemplo, para decirle a España que no pude ser cómplice de tanta muerte inocente en el genocidio palestino. 

En EEUU, los responsables universitarios han llamado a los antidisturbios para que les den un escarmiento a los estudiantes. En España, el Partido Popular, salvo excepciones donde aún respira la fibra cristiana, ha pedido que se castigue a los universitarios. Gente como Díaz Ayuso, que tanto dinero gasta en medios de comunicación, no quiere que de las universidades salgan voces discordantes, no vaya a ser que a alguien se le ocurra pensar que, al igual que su novio se forraba mientras sufríamos el COVID, igual alguien pueda estar forrándose con la destrucción de Palestina. Es radicalmente cierto que los gerentes de las universidades más prestigiosas del planeta podrían, perfectamente, estar dirigiendo una fábrica de salchichas, o de drones para asesinar palestinos usando Inteligencia Artificial, o de alguna de las residencias donde la Presidenta de la Comunidad de Madrid dejó morir a 7291 ancianos durante el COVID ("se iban a morir igual", dijo, mintiendo con su cinismo tan poco universitario). Los criterios de orientación de estos gerentes son los mismos allá donde operen, y la maximización de la utilidad les llevaría a dar los mismos discursos de apertura, los mismos de cierre y a orientar el conjunto de la organización según las mismas tensiones que marca el logro del beneficio obtenido en el mercado. De hecho, los ranking universitarios los marcan empresas privadas que cobran a las universidades ingentes cantidades de dinero para que puedan estar entre las universidades más prestigiadas en un mercado donde, por ejemplo, no es un demérito para perder posiciones que mandes a la policía a apalear a tus estudiantes que están protestando porque les parecen insoportables las imágenes de gente, la mitad niños, asesinados por los soldados israelíes en Palestina. 


Cuando la gerencia de una universidad se olvida de que no gerencia "clientes" sino un espacio para hacer mejores ciudadanos, se olvida también de que las protestas universitarias son un espacio de socialización que pone en contacto a esos jóvenes con lo mejor de la especie humana. Que es en esas protestas donde entran en contacto directo con la generosidad, la empatía, la solidaridad, valores sin los cuales una sociedad perecería, y también, claro, valores que harían perecer a cualquier empresa que los aplicara con rigor en el modelo del capitalismo neoliberal en el que vivimos. 

Por eso, uno de los principales argumentos del neoliberalismo, que es gestionar todo como una empresa -sea un hospital, una residencia de ancianos, un club de fútbol, una universidad o un país- lleva a confundir la lógica social con la lógica del beneficio y termina por pudrir las cosas. Cuando te inventas mercancías ficticias -cosas que el mercado no produce pero que quieres vender con el único fin de obtener un beneficio- rompes ese bien común y terminas por convertir a la sociedad en un zoco o una selva. 

De la universidad tienen que salir médicos, ingenieras, abogadas, politólogos, internacionalistas, juezas, artistas y maestros que no van a operar en un mundo regido en exclusiva por el beneficio, sino por las reglas más hondas de la convivencia social, de la solidaridad, de la vida en común, del respeto y de la preocupación por lo que nos afecta a todos. Eso se entiende mejor en una acampada que protesta contra un genocidio que leyendo a Kant o a Bob Jessop, memorizando los 206 huesos del cuerpo o repitiendo párrafo a párrafo la ley de procedimiento administrativo solo porque entran en un examen. Es en estas acampadas, donde se encuentran estudiantes de diferentes facultades, donde se saben todos y todas preocupadas por lo mismo, donde pasar por la universidad cobra sentido.  


Cuando los estudiantes acampados en la Complutense y la Autónoma de Madrid, en Barcelona, en Murcia, en Sevilla, en Valencia dicen "podemos perder un examen y estamos preocupados por la nota, pero hay gente en Gaza que está preocupada porque les están cayendo bombas encima que les matan a ellos y a sus familias" vuelvo a tener la sensación de que poder dar clase a estas personas es un regalo de la vida. Y me voy a acercar a la acampada porque, otra vez, son los estudiantes los que nos enseñan.