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Ya no te gusto como antes

 LEONOR CERVANTES VARGAS

Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los BaresP


Una noche como otra cualquiera sucede. Tras apagar la luz, dar un beso de buenas noches y encontrar tu posición en el colchón, escuchas la respiración de tu pareja. Se hace visible lo invisible. Su cuerpo vuelve a ser grávido y mortal: ocupa espacio y carraspea. Por primera vez te imaginas durmiendo sola. No solo lo imaginas, lo prefieres. Tú, que has dejado huérfanas a amigas en mitad de discotecas con tal de terminar durmiendo en esos brazos. Aquel con quien sentiste en esa misma cama que te sobraba el lenguaje, que te sobraba incluso el cuerpo, ahora respira fuerte y todo te falta; para empezar, unas sábanas propias. Hay días inesperadamente fundacionales.  

Internet está plagado de artículos de psicólogos y sociólogos que teorizan sobre esos noviazgos que sobreviven más allá de los primeros años de pasión e idealización: "¿Cuáles son las fases de una relación?", "Lee las diez claves de los matrimonios que no fracasan". Nuestras cañas entre amigos tampoco se quedan cortas, aunque sin datos y estadísticas, todos tenemos una opinión sobre las relaciones largas y, aquellos que las han saboreado, suelen explicar sus trucos para cuidarlas. Eso sí, en la comunidad científica y la popular parece existir una intuición compartida. Una premisa que se presenta como si no necesitara justificación: es mejor, y nos hace mejores personas, ser capaces de mantener una relación larga. 

Con frecuencia una mirada de condescendencia recae sobre quienes no logran vivir relaciones de más de tres años. Los tomamos como unos inconscientes, como poco menos que unos frenéticos despreocupados. En la otra orilla estamos nosotros, los disciplinados que soportamos los baches de las relaciones (¿a partir de cuánto tiempo algo es una crisis y no la normalidad en una pareja? Esto mejor para otro día). Nosotros somos los espartanos, los capaces de ver más allá de la seducción del principio. A esos amigos de relaciones cortas les achacamos frivolidad y debilidad: solo saben vivir híper estimulados, de rollito en rollito. No como nosotros, que miramos vídeos en Tiktok mientras vemos películas y organizamos las vacaciones cada año en un lugar más recóndito; nosotros en cambio somos pura calma. Esta forma de juzgar las relaciones no es más que una moralina puritana e injustificada, que responde a una sociedad patriarcal, monógama y cristiana, bañada en la cultura del sacrificio. Siempre y cuando no sea a base de mentiras y engaños, o como suele decirse, vendiendo la moto, aquellos que viven relaciones breves sencillamente escogen una opción más del abanico sexoafectivo, y esta preferencia no dice nada de su calidad de persona. Porque la única forma de tratar bien a alguien no consiste en esforzarte por ser su pareja. Quienes vivimos relaciones largas, ¿somos acaso capaces de dar motivos propios, actuales y estimulantes de por qué nos gustan nuestras relaciones? Bien podría cernirse la sospecha sobre nosotros: no pocas veces parece que perduramos en nuestros noviazgos porque son una (falsa) garantía contra la soledad o porque nos permiten la aprobación social que regala ser percibido como comprometido y responsable. ¡Qué menos, si nosotros mantenemos el tipo de relación imperante y hegemónica en nuestra sociedad! Una relación larga no es el primer sorbo de cerveza fría después de una ardua mañana haciendo senderismo. Más nos vale a los que protagonizamos noviazgos duraderos encontrar motivos diarios y sinceros para estar en ellos; en vez de confiar en que son una fianza para la Tierra Prometida. Afortunadamente mi generación ha puesto encima de la mesa que no hay motivos ni obligaciones para estar en un tipo de relación u otra y eso es una noticia liberadora y algo que celebrar. Aunque el precio a pagar sea el agotamiento por inventar las dinámicas y motivos de cada una de las relaciones que vivimos, basándonos únicamente en nuestros criterios e ilusiones, sin garantías ni recompensas. Mejor un poco de imaginación que un puñado de opresión, ¿no? No hace falta recordar qué escoden las nostálgicas relaciones de nuestros abuelos, en las que ellas aguaron matrimonios y decepciones de más de cincuenta años porque no había otro remedio 

Otras miradas - Los huecos de la justicia que aprovechan los maltratadores 

Yo no sé qué es el amor y Dios me libre de sentenciar sobre él; pero parece haber un consenso social sobre que, en su inicio, el enamoramiento es una sensación tan fuerte que eclipsa todas las demás facetas y emociones de nuestra vida. No podemos pensar en otra cosa. No queremos hablar de nada más. Estamos extremadamente despiertas y al mismo tiempo sumamente atontadas, solo existe ese sentimiento. ¿Quién no ha fantaseado con una baja laboral por enamoramiento? Pero, aunque resulte imposible de creer, las madrugadas semidesnuda preguntando por décima vez a tu amorcito qué pensó de ti el día que te conoció también tienen su límite. No como algo trágico, tampoco como una ofensa. Sino porque no se puede (ni es deseable) vivir eternamente en la autorreferencialidad y regodeo que supone estar enajenadamente enamorada, de espaldas a todo lo demás. Ahora bien, si enamorarse es dejarlo todo, ¿qué sucede cuando ya no se hacen abandonos? 

Lo que un día nos enamoró fue la forma en la que el otro habitaba el mundo, con independencia de nosotros. Pero, paradójicamente, resulta ácido observar su retorno a esos pasos autónomos pasado un tiempo de cautiverio amoroso. Ya no cancela un plan por quedarse contigo. Vuelve a irse a dormir pronto para poder madrugar, es lo que hacía cuando no te conocía. Ya no pasa un viaje mandando fotos de todas las calles, prefiere estar más pendiente a la ciudad que al móvil. Salvo escenarios de verdadera indiferencia, patalear ante este cambio es inútil. En una relación que está sometida al paso del tiempo, no se trata de que siempre nos quieran igual que antes sino igual de bien. Sería problemático que los años no trajeran con ellos cambios en las dinámicas. Me pregunto cuántas veces he llamado falta de pasión a lo que no era ausencia, sino suma: el otro no sólo me estaba amando, también estaba viviendo. Es importante ver todo el deseo que existe en vivir junto a alguien, no en dejar de vivir para estar con alguien. Es difícil disfrutar las relaciones largas en una sociedad que contrapone como dicotómicos El Amor y La Vida. Lo que no se nombra no existe y, sin llamar de otras formas al enamoramiento, rara vez sentiremos que también amamos cuando la pasión no sea una devoción que anquilose todo lo demás.  

Todos los nuevos amantes pasan por un momento de celebración cuando reparan en que comparten la mayor de las casualidades: se gustan lo mismo, al mismo tiempo y mutuamente. Es tan fuerte. Sin embargo, lo que un día se vivió como un azaroso accidente pasa a asumirse como imperativo en una relación larga. Aunque todos sabemos que la coincidencia difícilmente puede convertirse en la norma. La vuelta a la individualidad trae consigo la vuelta a los ritmos propios. Para tener una relación de pareja a largo plazo es crucial asumir que el otro es una persona con trayectoria, preocupaciones e ilusiones que discurren paralelos a los meses que pasa a tu lado. Aceptar esto es arriesgarse a saber que no siempre serán compatibles con los tuyos. El momento vital en el que conoces a una persona no es el mismo que le acompaña a lo largo de su vida, y menos mal. Los vínculos no los componen solamente sus miembros; sino también sus contextos. Una relación íntima (del tipo que sea) debe surfear horarios de trabajos contrapuestos, situaciones familiares que fluctúan y anhelos, inseguridades o tristezas personales que varían con los años.  


Como siempre en esta vida, el sufrimiento llega con la desigualdad. Por supuesto que es molesto sentir que dedicarías más tiempo a alguien que pretende regalarte menos; igualmente angustiante es habitar el polo contrario. Democratizar los afectos no consiste únicamente en otorgar importancia a vínculos que no son la pareja, como por ejemplo las amigas. Pasa también por asumir sin dramatismo aquellos momentos donde la pareja no es la relación que más estímulos, felicidad y planes reporta: y no pasa nada. Nuestra pareja no siempre será nuestra persona favorita, tampoco la más compatible, y es horrible que solo podamos vivir esta situación con culpa o bajo la alarma de que algo va mal. Tener una relación larga es aprender a habitar el desajuste. El nivel de deseo oscila, como varía el nivel de centralidad que tiene el otro en nuestra vida. 

Con frecuencia, cuando escucho a mi pareja hablar, me imagino lo mucho que me gustaría poder viajar al pasado y tener una mirilla por la que observarle en el colegio cuando era un niño. Le amo porque extraño momentos de él que nunca he vivido. Eso no puedo hacerlo, pero sí puedo estar dispuesta a volver a conocerle a cada instante. El riesgo de cualquier vínculo duradero es creer que ya sabemos todo del otro. Peor aún, obligarle a hipotecarse con esa versión que conocimos y a la que hace años le dimos un "sí quiero". Quizás una relación larga no sea más que vivir muchas cortas junto a una misma persona. Estar dispuesto a conocer a diferentes versiones de un otro y, evaluar a cada vez, si deseas o no permanecer a su lado. En realidad, puede que una relación larga no se diferencie tanto de una corta. Ambas giran en torno a lo mismo: el placer de interrogarse mutuamente.