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Pensamiento Crítico. Palestina: Todos los fuegos el fuego

 


¿A qué extremos hay que llegar para que el mundo reaccione ante la “nueva normalidad”?

En la mañana del 25 de febrero de 2024, un joven estadounidense abrió su perfil de Facebook y subió un link, que remitía a una transmisión vía Twitch. Uno más entre millones de jóvenes del mundo que usaron las redes ese día, para exhibirse mediante un video. Pero fue el único que planeaba emplear un celular para mostrarse del modo en que finalmente lo haría.

A continuación envió copia de su testamento a una amistad. Le dejó su gato a un vecino y salió de casa. Pocas horas más tarde, sobre mediodía, llegó a la Embajada de Israel en Washington. Mientras se aproximaba al edificio, comenzó a transmitir. Vestía uniforme militar. Esto es lo que dijo entonces.

“Soy un miembro activo de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, y no quiero seguir siendo cómplice de un genocidio. Voy a llevar a cabo un acto de protesta extremo, pero que no lo parecerá cuando se lo compare con lo que la gente de Palestina ha estado experimentando a manos de sus colonizadores. Nuestra clase dirigente ha decidido que esto es lo normal”.

Acto seguido dejó el celular en el piso, se paró delante de la puerta de la Embajada, vació el contenido de una botella de plástico sobre su cabeza —era una botella de agua, pero el líquido era inflamable— y se prendió fuego. Mientras las llamas lo mordían, gritó varias veces: “Free Palestine!” (¡Liberen Palestina!), hasta que no pudo más y cayó al suelo

Un hombre de civil —personal de seguridad: vestía de negro y llevaba anteojos oscuros— desenfundó su pistola y se acercó, apuntando al caído. Al instante se aproximó un segundo trabajador: un negro grandote, de camisa blanca, portando un matafuegos tan pequeño que vaticinaba su propia impotencia. Como el cosplayer de agente secreto seguía apuntando al cuerpo que se asaba, el morocho le gritó (se lo oye con claridad en la grabación): “No necesito armas. Lo que necesito es otro extinguidor”.

No sirvió de nada. El joven fue trasladado a un hospital de las inmediaciones, donde se lo declaró muerto poco después. Se llamaba Aaron Bushnell y tenía 25 años. Vía el testamento que envió aquella mañana, cedió sus ahorros a una organización llamada Palestine Children’s Relief Fund: literalmente, Fondo de Ayuda para los Niños de Palestina.

Además del link, su última incursión en Facebook incluyó el breve texto que contextualizaba la decisión. Esto es lo que decía:“Muchos de nosotros nos preguntamos: ¿qué habría hecho si me hubiese tocado vivir durante la esclavitud? ¿O en el sur de la era de Jim Crow? ¿O durante el apartheid? ¿Qué haría si mi país estuviese cometiendo genocidio? La respuesta es: ya lo estás haciendo. Ahora mismo”.

La noche de Gaza

La prensa nacional usó los matafuegos a su alcance para que el fuego de la noticia no se propagase. Durante días, casi no se habló de Aaron Bushnell —o se habló mediante eufemismos— en la tapa de los diarios. Eso sí, en las redes seguía discutiéndose su salud mental y se calificaba la decisión como suicidio liso y llano. Una forma de bajarle el precio, de desactivar su inmolación para que haga menos ruido en el terreno político. Según las estadísticas, se suicidan a diario 22 miembros o ex miembros de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Pero de estas 8.030 personas que ponen fin a su vida cada año, ninguna elige irse a la manera de Bushnell.

No son pocos los que sacrificaron sus vidas como forma de protesta durante los últimos 60 años. Varios estadounidenses se expresaron así en contra de la guerra de Vietnam. Uno de ellos, Norman Morrison, lo hizo en el Pentágono, debajo de la oficina del por entonces Secretario de Defensa, Robert McNamara. Thich Quang Duc se incendió a lo bonzo para protestar el tratamiento que se le daba a los budistas en Vietnam. A fines de los ’60, el fracaso de la Primavera de Praga dio lugar a varias inmolaciones, entre ellas la de Jan Palach, de 20 años, un estudiante que se prendió fuego y echó a correr por la calle. Mohamed Bouazizi lo hizo en Túnez, uno de los hechos que dio pie a la Primavera Árabe. En los últimos años fueron varios los que quisieron llamar la atención sobre el cambio climático: David Buckel en 2018, Wynn Bruce en 2022, ante el edificio de la Corte Suprema.

Bushnell ni siquiera fue el primero en dar su vida para alertar sobre el genocidio de Gaza. Hubo una mujer que se incineró en diciembre ante el Consulado de Israel en la ciudad de Atlanta. ¿Ustedes lo sabían? Yo tampoco. Casi nadie se enteró, ni siquiera se conoció su nombre.

En el New Yorker, la periodista Masha Gessen especuló sobre los hechos que podrían haber llevado a Bushnell a tomar su decisión. Se preguntó si habría seguido la documentada presentación que abogados de Sudáfrica hicieron contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia. O el procedimiento iniciado ante un juzgado de California por una ONG, que pretendía poner fin al aval de la administración Biden al gobierno de Netanyahu. Ese trámite concluyó con el reconocimiento de que no existe recurso legal para impedir que los Estados Unidos asistan militarmente a otro país, aunque se pruebe que esa asistencia se emplea para fines genocidas. (“Hasta el juez federal se sintió impotente”, dice Gessen.)

También se preguntó cómo habría impactado en Bushnell el desempeño de su país ante las Naciones Unidas, vetando sistemáticamente cada llamado a un cese inmediato del fuego. O la presentación con la cual el gobierno de Biden quiso contrarrestar la de Sudáfrica ante la Corte Internacional, planteando que esa organización no tiene derecho a pedirle a Israel que cese su ocupación de Gaza. “Este gobierno —dice Gessen, refiriéndose al de Washington— es el mismo al que Bushnell había jurado proteger con su vida, y que sin embargo hoy subvierte mecanismos creados para reforzar la ley internacional, incluyendo algunos —como la Convención sobre el Genocidio— que los mismísimos Estados Unidos ayudaron a redactar”.