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El tabú de prohibir

 RICARDO FANDIÑO PASCUAL

DOCTOR Y PSICÓLOGO CLÍNICO. COORDINADOR XERAL DE LA ASEIA (ASOCIACIÓN PARA SAÚDE EMOCIONAL NA INFANCIA E A ADOLESCENCIA)

OPINIÓN


La moral nos permite incorporarnos a una comunidad asumiendo la existencia de unos consensos sobre el bien y el mal. Es la que nos facilita la convivencia, a través de la aceptación de un contrato social. El psicólogo que estableció la teoría clásica sobre el desarrollo moral fue el estadounidense Lawrence Kohlberg. De su trabajo vale la pena recuperar al menos dos ideas: que nacemos moralmente heterónomos y progresivamente nos vamos haciendo autónomos y que la autonomía moral a la que llegamos los humanos es limitada. Esto quiere decir que los valores morales los adquirimos de fuera hacia dentro y que con la madurez llegamos a integrarlos, hasta cierto punto. La diferenciación entre lo bueno y lo malo que tienen los niños y niñas se establece en función de una referencia adulta. E incluso los propios adultos necesitaremos de la existencia de normas explícitas para relacionarnos.

En el proceso de maduración psíquica durante la infancia y la adolescencia, las relaciones de cuidados son las que promueven el desarrollo de una sensibilidad emocional, mientras que las relaciones de autoridad son las que estructuran el contacto con la realidad. Un mundo sin caricias o abrazos nos dejaría sin abrigo ante la hostilidad de la vida. Un mundo sin normas supondría acceder a una realidad desestructurada y una experiencia a la deriva que imposibilitaría el desarrollo de lo social. Son diferentes modos de condenarnos a la locura.

Venimos de un modelo de tradición judeocristiana en el que el padre era un hombre que realizaba la función paterna, entendida como aquella relacionada con la autoridad, que introducía la norma y los límites, facilitando de este modo la inscripción del hijo en el mundo social. Por otra parte, la madre se correspondía con una mujer que hacía la función materna, es decir, se dedicaba a proveer a los hijos del afecto y cuidados necesarios. Podemos decir que este modelo, si bien aún pervive en nuestro imaginario colectivo, ha dejado de ser predominante. La familia «normal» está marcada por la diversidad y por ser fluctuante en el tiempo. Un niño puede tener diversas figuras que realicen la función de autoridad y la función de cuidados a lo largo de su desarrollo. La reconfiguración del sistema de género ha llevado además a que estas funciones ya no estén claramente asociadas a un hombre o una mujer. Se trata de avances sociales de primer orden que debemos reivindicar y en los que es fundamental profundizar

Pero en estos nuevos tiempos deberíamos preguntarnos por el déficit que frecuentemente se observa en la introducción de la autoridad y los límites adecuados en la relación con los hijos. Existe una queja generalizada alrededor de las dificultades existentes para sostener la autoridad en las familias y en las escuelas. Nuestra sociedad está cambiando mucho y rápidamente; las grandes instituciones de referencia están en cuestión, vivimos en contextos caracterizados por la transparencia en los que la línea que separa lo público de lo privado se está difuminando, internet favorece la horizontalidad de las relaciones, los jóvenes ocupan la centralidad social y la adultez está dejando de generar deseabilidad social. En este nuevo sistema relacional parece que el prohibir, poner límites y establecer normas es una labor que ha perdido prestigio, convirtiéndose progresivamente en un nuevo tabú.

Sin embargo, esa función de autoridad sigue siendo esencial en el desarrollo madurativo del humano e invocarla es una necesidad en un contexto en el que prima el acceso a la satisfacción sin límite. Massimo Recalcati nos advierte de que son perversos los que pretenden desmantelar la ley de los humanos para entregarnos a la ley del goce. Con frecuencia vemos cómo la frustración adecuada no es percibida como un elemento de crecimiento, sino como un daño infligido a los hijos. Pero no olvidemos que madurar necesariamente duele; es asumir que no todo es posible y que, a fin de cuentas, ninguno somos excepcionales en una comunidad de iguales.

Reivindicar la autoridad, la necesidad de prohibir o de establecer límites no debería ser un ejercicio melancólico, una mirada nostálgica a un pasado utópico que realmente no existió. Vivimos ya en otra era y el contrato social debe ser revisado a la luz de los nuevos tiempos. Pero todos y todas deberíamos implicarnos en su cumplimiento a través de nuestro compromiso ético y la transmisión de este a las nuevas generaciones. Ese legado moral es el que les permitirá vivir en una sociedad respetuosa con la igualdad y el conocimiento.