Es obvio que sí lo entienden y que nos están tomando el pelo, en otro alarde de esa estrategia de incompetencia armada que tan bien les funciona para escaquearse de cuidar o poner una lavadora
Si hay algo a lo que las mujeres llevamos siglos acostumbradas es a que el machismo siempre tiene argumentos razonables y nosotras no. Todavía en 2023 es imposible realizar una reivindicación o cuestionar en voz alta los relatos hegemónicos sin recibir una retahíla de insultos, con frecuencia muy bien razonados. Histérica, gorda, feminazi, falsa feminista, acomplejada, mojigata, neocón, insensata, puritana, ridícula. Se nos acusa de victimistas, de infantiles, de querer retorcer la realidad para que encaje en nuestras narrativas disparatadas. De irresponsables, en suma.
Pero el feminismo viene a cuestionar y subvertir el orden social establecido. Ni buscamos ni necesitamos la aprobación de los señores que durante siglos se han beneficiado, aunque fuera indirectamente, de la opresión que sufrimos. Hablar de un feminismo sensato es como hablar de una lucha de clases responsable, un activismo climático prudente o una revolución juiciosa y discreta. Es un truco de prestidigitador al borde de la jubilación para infantilizarnos. Llamar puritana a una mujer cuando esta habla sobre el consentimiento es aún más miserable.
Muchas de nosotras hemos tenido que aprender a defendernos de la permanente luz de gas que ha alumbrado nuestras vidas desde la niñez, y hemos trabajado muy duro para recuperar la confianza en nuestro propio instinto, ese sobre el que no siempre se puede teorizar, porque no siempre disponemos de la elevada capacidad para la acrobacia dialéctica de los tipos instruidos, pero que sin embargo rara vez falla. Poco importaba lo que dijeran nuestras tripas –“me ha dado asco cómo me ha mirado aquel tipo”, “ese compañero de trabajo tan amable me pone los pelos de punta”, “hay algo que no me encaja en cómo me trata mi jefe o mi vecino”– porque en el momento en el que aparecía un hombre a sentar cátedra acerca de cómo debíamos sentirnos, todo lo demás se desvanecía. Hasta ahora.
Nunca ha estado entre las reivindicaciones del feminismo que a las mujeres se nos dé la razón solo por ser mujeres. Somos humanas y tenemos el mismo derecho a equivocarnos que los hombres. Lo que sí queremos es cuestionar la sociedad en la que vivimos y la permanente opresión que sufrimos, a veces más obvia o incluso brutal –los asesinatos machistas, las agresiones sexuales–, a veces más sibilina y casi silente –la condescendencia, la carga de trabajo doméstico tan mal distribuida, esa sensación angustiosa de que nuestros cuerpos no nos pertenecen y cualquiera puede comentar cualquier cosa sobre ellos (¡la derecha sigue llamando piropos al acoso callejero!)–.
Hace poco dije que no volvería a explicarle a ningún hombre qué es el consentimiento o cómo discernir cuándo es válido. No es un concepto que precise de tantas teorizaciones. Es obvio que sí lo entienden y que se están haciendo los tontos con este tema para tomarnos el pelo, en un alarde evidente de esa estrategia de incompetencia armada que tan bien les funciona para escaquearse de cuidar de sus hijos o poner una lavadora. ¿Acaso no saltaron como resortes cuando el otro día el concejal Daniel Viondi le palmeó la cara al alcalde Almeida en un gesto lamentable durante un pleno municipal?
Los besos –de cariño, de amor apasionado, de saludo, de júbilo, de lo que sea mientras sean consentidos– no necesitan ser defendidos del malvado feminismo. Seguirán existiendo, la gente se seguirá besando cuando quiera, pero podremos negarnos cuando no queramos. Los niños no van a dejar de recibir muestras de afecto y ternura por parte de sus familias, de sus profesoras o de quien ellos quieran recibirlas. Las personas responsables que trabajamos con niños solemos repetir, sin embargo, que no está bonito forzar a las críos a besar o abrazar a alguien cuando no les apetece hacerlo, y todos los expertos con dos gramos de sesera están de acuerdo en que enseñarles a hacer respetar sus límites desde muy pequeños es un buen antídoto contra los abusos sexuales en la infancia.
Van quedando atrás los tiempos en los que el sentido común era el sentido común de los hombres privilegiados en sociedades que se acomodaban a todas sus demandas; pero algunos todavía no lo han entendido.