JUANLU DE PAOLIS
Una de las tradiciones más propias de este país es acompañar el desayuno con una buena dosis de truculencia. Al parecer, una sabrosa tostada con mantequilla y mermelada casa tan bien con un café con leche como con un buen cadáver. Desde hace años, son innumerables los casos que nos han acompañado en nuestros programas matinales de mujeres asesinadas por sus maridos o de niños que un día desaparecieron y que fueron encontrados sin vida.
Este tipo de televisión se ha librado de la etiqueta de "telebasura" que se reserva solamente a los programas del corazón. Como si contar los pormenores morbosos y hasta el mínimo detalle de un asesinato, fuese algo más ético que contar con quién se acuesta el marido de Tamara Falcó. Tal vez, el hecho que plataformas tan modernas como Netflix tengan una enorme oferta de documentales de true crime que consumimos a dos carrillos, hace que resulte más cool entretenerse con la disección de una víctima que con los chismes de toda la vida.
En este sentido, mientras octubre ha sido un mes rácano en lluvias, ha sido extremadamente generoso en muertes. Cuando parecía que el caso Daniel Sancho estaba dando sus últimos coletazos de interés y que podíamos quedarnos huérfanos de nuestro cursillo acelerado de criminología diario, Hamás tuvo el detalle de cometer un atentado terrorista atroz en su incursión en tierra israelí. Con este acto, Hamás demostró que es una extraña síntesis de nuestro tiempo. Combina perfectamente la barbarie medieval de sus acciones con un brillante uso de la tecnología digital. Saben que la importancia de ser salvaje en este siglo no sólo reside en acabar con la vida de seres humanos inocentes, sino en llegar a todo el mundo grabando la masacre. Han entendido que la mejor manera de vehicular el terror es a través de nuestros telediarios.
Una de las tradiciones más propias de este país es acompañar el desayuno con una buena dosis de truculencia. Al parecer, una sabrosa tostada con mantequilla y mermelada casa tan bien con un café con leche como con un buen cadáver. Desde hace años, son innumerables los casos que nos han acompañado en nuestros programas matinales de mujeres asesinadas por sus maridos o de niños que un día desaparecieron y que fueron encontrados sin vida.
Este tipo de televisión se ha librado de la etiqueta de "telebasura" que se reserva solamente a los programas del corazón. Como si contar los pormenores morbosos y hasta el mínimo detalle de un asesinato, fuese algo más ético que contar con quién se acuesta el marido de Tamara Falcó. Tal vez, el hecho que plataformas tan modernas como Netflix tengan una enorme oferta de documentales de true crime que consumimos a dos carrillos, hace que resulte más cool entretenerse con la disección de una víctima que con los chismes de toda la vida.
En este sentido, mientras octubre ha sido un mes rácano en lluvias, ha sido extremadamente generoso en muertes. Cuando parecía que el caso Daniel Sancho estaba dando sus últimos coletazos de interés y que podíamos quedarnos huérfanos de nuestro cursillo acelerado de criminología diario, Hamás tuvo el detalle de cometer un atentado terrorista atroz en su incursión en tierra israelí. Con este acto, Hamás demostró que es una extraña síntesis de nuestro tiempo. Combina perfectamente la barbarie medieval de sus acciones con un brillante uso de la tecnología digital. Saben que la importancia de ser salvaje en este siglo no sólo reside en acabar con la vida de seres humanos inocentes, sino en llegar a todo el mundo grabando la masacre. Han entendido que la mejor manera de vehicular el terror es a través de nuestros telediarios.
Desde la comodidad de nuestro sofá, llevamos días consumiendo horas y horas de horror. Hemos visto, por orden de aparición, israelíes ejecutados a sangre fría en sus casas, cuerpos de mujeres inertes encima de una camioneta y que, a su vez, eran escupidas por guerrilleros de Hamás, niños palestinos con las caras ensangrentadas por las bombas de Israel, adultos palestinos aplastados debajo de escombros y cuerpos de bebés palestinos en bolsas de plástico.
Y la pregunta que cabe hacerse en este punto es: ¿hasta cuándo debemos seguir viendo estas imágenes, aunque se sigan produciendo? ¿Seguir viendo cadáveres cada día en nuestros telediarios nos sensibiliza más o, al contrario, hace que nuestro ojo se acostumbre al horror? ¿Nos hace mejores personas ver esas imágenes o nos convierte en simples consumidores del sufrimiento de los demás? Si los representantes políticos, que son los que tienen la posibilidad de frenar este desastre, no actúan, nosotros, como simples ciudadanos, ¿qué se supone que debemos hacer tras ver estas imágenes día tras día?
De momento, para lo que está sirviendo esta lluvia de cadáveres televisada es para alimentar a una opinión pública polarizada que se indigna, a corriente alterna, dependiendo de la nacionalidad del niño fallecido. Una opinión pública que, una vez más, aunque esta vez en formato internacional, vuelve a dibujarnos como un país ferozmente rígido con el de enfrente y extraordinariamente indulgente con los propios.
Nuestra exposición diaria al dolor como espectadores, ha generado tal capacidad de asimilar y tolerar la muerte ajena que, para crear marcos mentales nuevos que puedan mover conciencias en la opinión pública, no vale ya cualquier muerte. Hay que subir la apuesta. Hace unos días asistimos a la noticia, y a los sucesivos desmentidos, que el Ejército israelí había encontrado a niños que habían sido decapitados por Hamás. Al parecer, para ganar la batalla de la opinión pública ya no basta un niño muerto por una bala o por la desnutrición fruto de un asedio, es necesario construir una idea que sea lo suficientemente terrorífica para que se instale en nuestro imaginario.
Debemos solidarizarnos con las víctimas, pero, también, criticar el uso pornográfico de las imágenes que estamos viendo estos días. Las dos cosas no deberían ser incompatibles. ¿Debemos esconder el horror? No. Debemos ser informados. Pero la dimensión de un conflicto histórico como el que estamos viendo, no puede ser servido al espectador como un suceso, sino que debe tener un tratamiento y una dimensión política. A la acumulación de imágenes de cadáveres que desatan sentimientos de ira y rabia, debemos arrojar también racionalidad. Las imágenes son reales, los muertos son reales, pero también son gasolina. Y, para establecer un diálogo constructivo que pueda llegar a una solución que frene la matanza, lo primero que habrá que hacer, será olvidarse de los muertos. Como sociedad debemos exigir soluciones, no venganza
Sorprendentemente, esta facilidad que tenemos a la hora de consumir el drama de Gaza, ha tenido, este mismo mes de octubre, una curiosa excepción. Cuando a un redactor y a su cámara de la televisión pública se les ocurrió enfocar unas piernas suspendidas en el aire entre dos vagones en la estación de trenes de Sevilla, España expresó una fuerte indignación. Mientras consumimos repetitivamente, y sin quejarnos, imágenes de centenares de cadáveres palestinos, la simple visión de un plano en la estación de Sevilla del cuerpo de Álvaro Prieto llevó a la corporación pública a pedir disculpas ante las quejas generalizadas.Esto debería hacernos reflexionar sobre dos cosas. La primera, que los muertos israelíes y palestinos no nos ofenden porque, en realidad, no alcanzan la dimensión humana que sí alcanzó el caso de Álvaro por su proximidad. Y la segunda, que los muertos palestinos e israelíes tienen una dimensión política que Álvaro no tenía y que esa dimensión política hace que esos cadáveres, más que seres humanos, sean argumentos políticos con los que atacar al adversario. El constante goteo de esas imágenes no alimenta nuestra humanidad, sino que alimenta nuestra posición política en el conflicto.
La imagen del cadáver de Aylan, el niño de tres años que murió ahogado en una playa turca, supuso una gran conmoción para todo el mundo y puso de manifiesto la crisis humanitaria siria. De alguna manera, esa imagen se convirtió en un icono que llevó, durante un breve tiempo, el drama de los refugiados a la primera línea de la actualidad mundial. Pero, tristemente, esa imagen se convirtió sólo en un producto de consumo que, al final, no modificó la realidad.Corremos el riesgo que vuelva a ocurrir. Que estas imágenes que vemos estos días pasen a la historia como un simple contenido televisivo que consumimos unas semanas y que no produjeron una solución. Y es que, tanto con la guerra de Ucrania como con el conflicto entre israelíes y palestinos, el tiempo pasa, los muertos se acumulan y nadie parece interesado en hablar de un plan de paz. Las fuerzas destructivas se imponen mientras la política brilla por su ausencia. A veces, uno acaba pensando que, si la vida de un niño cotizara en bolsa, si la muerte de cada niño desencadenase una crisis económica o pusiese en riesgo el sistema bancario, entonces la política intervendría con más determinación para encontrar soluciones.
Hace unos días el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, tachó a Hamás de "animales". Si bien es cierto que resulta imposible encontrar un rasgo de humanidad en el ataque terrorista del siete de octubre, lo que el alto mando israelí olvida es que nosotros, Occidente, somos los dueños del zoo y nos estamos acostumbrando al dolor que generan las condiciones infrahumanas en las que vive toda la población palestina. Y, si no cambian esas condiciones, ese dolor seguirá produciendo más "animales