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Frente a la ría de Ferrol, que siempre tiene la belleza de los milagros

 

Frente a la ría de Ferrol, que siempre tiene la belleza de los milagros

Ramón Loureiro Calvo
RAMÓN LOUREIROCAFÉ SOLO

 

Lleva razón Miguel Carlos Vidal, uno de los grandes poetas gallegos de la lengua española y cofundador de la legendaria revista Aturuxo, cuando dice que Xulio López Valcárcel es uno de los más brillantes poetas de cuantos ha dado Galicia. Pero siendo eso cierto —y siendo, además de cierto, lo verdaderamente sustantivo—, no querría yo dejar pasar la ocasión de subrayar, también, que López Valcárcel es, al mismo tiempo, uno de nuestros mejores prosistas.

Lo digo, o lo vuelvo a decir, y creo que es importante dejar aquí constancia de ello, cuando Xulio acaba de publicar O cantar dos músicos errantes. Un libro que ve la luz de la mano de Laiovento y que, siendo una obra de ficción, logra llevar al ámbito de las verdades más altas («La poesía es una forma superior de la verdad», nos dijo Gamoneda, ¿recuerdan?) un rosario de historias maravillosas. Las historias, a veces casi valleinclanescas, de quienes, por lo general a cambio de muy poco o de casi nada, hicieron de este viejo reino nuestro un lugar lleno de música. Esté uno o no de vacaciones, el verano parece invitarnos siempre a recordar que hay libros cuya lectura consigue hacer del mundo un lugar mejor. Yo me adentro en las páginas de Xulio López Valcárcel —o regreso a los versos de Vidal, a quien ya mencioné antes— y tengo la sensación de que el tiempo, en vez de huir, se detiene, y de que la lectura ayuda a salir de uno mismo. Igual que me sucede con las páginas —y con las voces— de autores como Fernán-Vello, José María Merino, Julia Uceda, Medos Romero, Ramón Pernas, César Antonio Molina, Vicente Araguas o Alfredo Conde.

Leer es una de las más hermosas formas de navegar. Y a estas alturas del año, en las que el calor hace que uno se quede leyendo, a menudo, hasta muy altas horas de la madrugada, vuelvo yo mucho, también, a las novelas del inspector Wallander y del comisario Maigret (Henning Mankell y Georges Simenon siguen estando entre mis autores preferidos, y no solo por sus historias policíacas) y a los tebeos (a mí siempre me ha gustado llamarles así, tebeos) de Tintín, el extraordinario personaje creado por el gran Hergé. Las historias de Tintín siempre me parecen nuevas. Y hay algunas, como Tintín en el Tíbet, que me han acompañado desde que, allá por los años setenta, comencé a ir a la escuela de O Souto, en Sillobre. Una escuela que tristemente ha cerrado sus puertas, no sé si para siempre, y que ya en mi niñez tenía una excelente biblioteca.

El edificio de la escuela de Sillobre es gemelo del de la escuela de Magalofes, que a su vez está en un alto desde el que se contempla un paisaje magnífico, que incluye la preciosa ría de Ferrol, que es un milagro siempre. Un paisaje que desde allí les he mostrado a muchos amigos, como Isidoro Hornillos, Daniel Díaz Trigo o el recordado Koldo Chamorro. La rectoral de Magalofes está coronada por un torreón (¿tal vez un palomar?) al que de niño, mirándolo desde la casa de mis abuelos, le soñaba grandes aventuras dentro.