La abuela se pone guapa y piensa: «Hoy viene seguro». Nadie fue a verla
ecía Schopenhauer que la soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes. Gran verdad, si fuera cierta, pero desgraciadamente no lo es.
Vivo rodeado de cien de esos espíritus y veo a menudo en sus ojos el vacío de la ausencia, de la tristeza, de la desesperanza que habita en los corazones que han comprendido, por experiencia, que el futuro no es lo que era; que lo que iba a ser no es, y ya no lo será nunca. Oigo sus historias y escucho cómo muerde la soledad en las tripas. ¿Qué hay en ello de suerte?
¿Qué fortuna tiene el que, llegado el día en que la necesidad es mayor que el deseo, tiene que emigrar, o volver a hacerlo, notando que toda su historia cabe en una maleta no muy grande? Eso se llama obligación, nunca ilusión.
Sé, porque vivo en esto que llamamos sociedad —y que a día de hoy se parece más a una caterva—que nada es fácil; que falta tiempo, dinero, espacio o ánimo, para asumir que una familia es algo más que gente con el mismo apellido. Un día de estos alguien tendrá que decir ¡basta! Y gritar que el futuro no es solo lo siguiente, sino la trenza construida con ayer, hoy y mañana; que la juventud es potencia, pero que necesita orientación; que nuestros padres son nuestro acervo cultural, aún con sus pecados y errores; que hay que devolver lo que nos dieron, que son nuestros, como fuimos suyos.
Y tenemos que hacerlo ya, basta un minuto, una llamada, una visita, un paseo, una sonrisa que les haga sentir que merece la pena estar vivos. ¿Cuándo dejó de ser agradable pasear del brazo de la abuela? ¿No seremos capaces de volver a enamorarnos de ellos?
No quiero dar lecciones, y menos hacer juicios de valor ¿Quién puede? No intento convencer a nadie, ni busco otro protagonismo que el de seguir peleando para que «mis chicas y mis chicos» sonrían cada mañana. Soy tan culpable como todos, solo por eso pido perdón a los que lean esto, porque no quiero ofender a casi nadie. Y digo a casi nadie, porque hay alguien a quien quiero advertir que ella, cada tarde, se pone guapa, se peina y baja a la puerta a esperarle «Hoy viene, seguro» me dice, y yo la miro y sonrío. Luego, cuando oscurece, me acerco a quererla un ratito y escucho: «Vaya por Dios, seguro que hoy tampoco ha podido venir» A ese sí le advierto que, un día, cundirá en sus hijos el ejemplo, y quizá le toque esperar más de lo que hoy piensa. No somos lo que pensamos, ni lo que creemos, ni lo que decimos. Somos lo que hacemos y, sobre todo, lo que hacemos para mejorar el mundo que tenemos… y que queremos…