Saltar ao contido principal

Un caramelo , Ramón Loureiro Calvo


a pueden ustedes imaginar la ilusión que me haría seguir conservando algunos de los libros que me hicieron más feliz en mi infancia. Libros entre los que había desde versiones ilustradas de los cuentos de Óscar Wilde hasta historias de indios y vaqueros, también bellamente iluminadas, en las que magníficos caballos atravesaban, al galope, inmensos desfiladeros del Oeste. Dicen que la nostalgia es un mal camino, que nos impide seguir avanzando. Pero algunos —y discúlpenme la franqueza— no tenemos la sensación de haber avanzado jamás, sino todo lo contrario: más bien de haber habitado un constante retroceso, una decadencia imparable. Déjennos seguir instalados en la saudade, por favor. Una saudade que, al menos por lo que atañe a la Tierra de Escandoi, es la melancolía nacida de la huida del tiempo, de un vacío que nada puede llenar. Echo de menos los ojos del niño que fui algún día (todos descendemos, en realidad, ¿no les parece?, del niño que fuimos en el pasado); un niño que alcanzó muy pronto el mayor de los logros de su vida, que fue aprender a leer, y que cuando apenas levantaba un par de cuartas del suelo repetía en voz bien alta, muy solemne y pagado de sí mismo, fragmentos enteros de las páginas del legendario Parvulito, en las que no faltaban ni evocaciones del triste fin de Viriato ni, si la memoria no me falla, épicas alusiones a gestas como la del descubrimiento de América. Ojalá, repito, pudiese volver a contemplar el mundo con los ojos de aquel niño: el que, cuando fue de excursión a la casa de Rosalía, no solo vio a la propia Rosalía y habló con ella, sino que además la poeta le dio un caramelo de menta.